Esta es una experiencia real de aborto natural contada por una mujer que ha preferido permanecer en el anonimato. Desde El Sexo Mandamiento agradecemos la valentía de este testimonio y esperamos que sirva como ejemplo y como reflejo para todas aquellas chicas que han atravesado una circunstancia similar. Pocas cosas hay tan duras como que la naturaleza te arrebate a quien tú quieres, especialmente si se encuentra en tu vientre.
SM.
Esto que aquí voy a contar me ocurrió con 16 años y, como con todas las cosas que te pasan en la vida, debes tener perspectiva histórica, distancia y varios puntos de vista para saberlo analizar. Tenía 15 años cuando me eché mi primer novio “en serio”, supongo que lo más en serio que puedes estar con alguien a esa edad.
Como cualquier chica que mantiene sus primeras relaciones sexuales yo tenía miedo a las ETS, al embarazo juvenil y a que se mofasen de mí y de mi cuerpo. Lo normal, vamos. Una tarde de finales de junio algo salió mal en la logística del acto sexual, por decirlo de alguna manera, pues los métodos anticonceptivos no son 100 % fiables, por decirlo también de alguna manera.
Aquella noche la pasé en vela y, a las tres de la mañana, armada de valor se lo conté a una conocida que también había pasado por aquello. “Por la mañana vamos a una farmacia o a planificación familiar, lo que quieras, pero tenemos que ir.” Palabras alentadoras para alguien cagada de miedo, ya no me sentía tan mayor como para afrontar las consecuencias. Llegaron las ocho de la mañana y en mi casa la gente se puso en marcha, me levanté de la cama, miré al espejo y no pude, simplemente no pude.
La cobardía caló hondo, me empañó la lucidez y me quedé inmóvil ante los acontecimientos que se iban sucediendo a mi alrededor. Mentí a mi amiga, le dije que iba a ir con mi novio a por la pastilla del día después y a él que iría con ella, así no se preocuparían. No había más cabos sueltos que atar y la única damnificada era yo. “Bueno, podré vivir con eso” pensé con la inconsciencia de la juventud, esa que te hace sentir tan de acero y tan inmortal.
Pero no, no puedes. No cuando la regla no te viene en junio, ni en julio, no cuando ves que tu vientre se hincha ligeramente. No cuando tienes ansiedad por la inquietud de no saber si estás o no estás embarazada, la duda, el miedo y la incertidumbre hacia el futuro. Llega agosto y lo afrontas, afrontas con dos cojones que vas a tener a tu bebé, a tu hijo, ya sabes que estás embarazada, no necesitas más pruebas que las que te da tu cuerpo.
Porque una madre lo sabe, y piensas y sueñas y vives por él, y ver tu futuro tan nítido como nunca antes te da fuerzas para levantar la barbilla y decir: “Puedo con todo”. Te encuentras en paz, y sólo te cabe esperar a que pase el tiempo, empezarás Bachillerato y tus padres te dicen: “Va a ser un año difícil”. Y sonríes pensando: “Ya lo creo que sí”.
Pero llegas a septiembre con dolores, unos dolores terribles y una de esas noches en vela piensas: “Pasará, todo pasará, no hagas más esto, cariño, mamá quiere descansar, son dolores normales, ¿no?». Ahora la vuelta al cole, llega el 15 de septiembre y sientes por la tarde una humedad entre las piernas. Vas al baño, te bajas las bragas… y caes de rodillas. Caes como plomo, por tu propio peso, te derrumbas sobre los azulejos con la caja torácica partida en dos.
Sin aliento, vacía, esa es la palabra para describir cómo lo que tienes dentro, alma o corazón, se rompe en diez mil cachitos formando un mosaico sin sentido. El dique de contención que le habías puesto a tus sentimientos, ese dique que era un empeño que no cejaba, tu fortaleza inexpugnable, se rompe. Y no hay más, se te acaban de romper todos los esquemas y no puedes ni respirar, no puedes seguir viviendo. “Mi bebé.” Él, que ya no es, ¿cómo aceptar eso?
Ya no, ya no es, pero igual que tú, tú nunca volverás a ser la misma, jamás. Y lloras, sin consuelo, sin descanso y sin gritos, porque tu familia está en casa y todo lo habías llevado en silencio. Cae la noche y es otra que no duermes, miras tu reflejo y con determinación, como hace meses, haces una honda inspiración y lo aceptas. Aceptas ese nuevo rumbo, otro cambio que asimilas sin rechistar, imperturbable.
Lo ves todo tan teórico, como si fuese el segundo asalto al Palacio de Invierno. “Podemos con esto” susurras, como si aquello no fuera a dejar huella en tu mente, como si ella no fuera a dejar su impronta en ti, con lo cruel que podemos llegar a ser con nosotros mismos. Pero eso no lo sabes porque eres demasiado joven y apenas has vivido, crees que estás de vuelta de todo y metes la pata como nadie.
No, no puedes con “eso”, el feto, lo innombrable, como Lord Voldemort. Él te falta y te sobran las palabras. “¿Qué me está pasando?” “¿No lo sabes? Pasa que Dios está pasando de ti.” Y rezas cuando nunca lo habías hecho. Tu novio pronto deja de serlo pues le guardas tantos secretos que la honestidad y la confidencialidad que debe tener una pareja se evaporan, o se vuelven tan líquida como Isaac tu bebé (ya sí le pones nombre).
Esa relación se escurre de entre tus piernas, o dedos, y ya no quieres recuperar a tu chico (que acaba contándole a todos lo puta que eres) porque ya no lo quieres, porque el amor se marchita si no lo riegas. Te construyes un caparazón y van pasando los meses y los chicos, acabas siendo lo que tu ex decía que eras y lo más penoso es que tu caparazón con el paso de otras manos se erosiona. Eso tampoco lo sabías.
Lo erosionan con humillaciones que tú crees ciertas y entras en un bucle de dolor, autoflagelación y miseria. Crees estar bien no contándole a nadie sobre tus sentimientos, problemas, inquietudes, miedos nuevos que han empezado a aparecer (miedos tontos, a la oscuridad, cuando ni de pequeña la temiste). No te reconoces nada de eso ante el espejo, ni te reconoces tampoco, te sientes inútil, inferior, una puta despreciable, estúpida y encima malfollada. Crees que así estás bien, que se puede vivir de esa manera. Eso no es vivir, es sobrevivir como la mala hierba, sin calidad de vida ni salud mental. Y es que tampoco sabes que a la mente hay que oxigenarla y cuidarla tanto como al cuerpo, pues también enferma.
Llegas al paroxismo absoluto cuando al año siguiente, a finales de junio, te das cuenta de que pronto hace un aniversario. “Un aniversario de nada”. Tu estado anímico decae más todavía esa semana hasta llegar a la noche del sábado, un sábado que no sales, obvio. “Obvio porque has entrado de cabeza en una depresión de caballo, incluso papá te lo ha notado, ¿cómo hemos llegado a este punto? No comes, no te duchas, no quieres salir, no quieres hacer nada, tampoco dormir. ¿Cómo hemos llegado a ser esto?”.
Y lo piensas con asco, vas al baño te miras al espejo y no dura más de tres segundos aquel vistazo porque… Odias tu cuerpo. Es así y reconocerte aquello se siente como un jarro de agua fría, hace que se te encoja el estómago, ese que lleva más de 24 horas sin alimento. Buscas una señal, observas las cuatro paredes en las que te has encerrado y ves una botella de lejía tras del váter. Haces algo impensable, repentino, en el calor del momento y te arrepientes minutos después. Vacías el contenido de la botella para no tentar a la suerte, al Diablo “¿Qué coño? ¡A mí misma! mi mente es la que me está haciendo esto, soy yo y nadie más”.
Decides pedir ayuda, salir una noche y contarle a una chica cualquiera en la que no confías demasiado lo que te pasa porque aguantar la mirada de un conocido duele demasiado. Le cuentas lo que vives desde hace un año y que eres incapaz de… No sabes cómo terminar la frase pues eres incapaz de todo, capaz de nada. Lo cuentas sólo en tercera persona, como ahora en este texto, como una espectadora, y al desahogarte parece más real, más llevadero. Son largos meses de charlas, un verano entero, pero por fin vas saliendo del fondo.
De ese fondo oscuro y hondo se sale escalando, con uñas y dientes, con ganas, interés, un mínimo de ilusión y gente en la que apoyarte. Te llevas del Averno de tu mente muchas lecciones, sobretodo ¿de qué? Pues sobre ti. Gracias a eso te empiezas a conocer, pero es un proceso educativo que jamás debió ser, no debiste ver en tu propia piel y a tan temprana edad esas cosas. Ojalá se inventase el botón de retroceder pero ahora solo queda empezar a perdonar, a decirte tu verdad.
Llega de nuevo septiembre y lo empiezas con serenidad, esperando que las personas te sorprendan con cualquier cosa y a la vez no esperas nada de nadie. Has sabido sacarte las castañas del fuego con el lema de: “Todo pasa y de todo se sale” Y es cierto, de todo se sale menos de la muerte, y has estado tan cerca de ella que ahora, poco a poco, descubres que estás llena de vida. Tu mente está tan viva y abierta a conocer que te da pena saber que en algún momento quisiste marcharte de este mundo porque pensaste que ya no había un lugar para ti.
Se siente como una bendición, un milagro, sostenerle la mirada a tu reflejo, maquillarte solo para ti y sentirte hermosa ante ese espejo que ha visto tantas versiones de ti misma que ya no sabe cuál es la original. “La original soy yo, mujer”. Una mujer humillada a la que un hombre zurró con sus propias manos, la molieron a palos y ahora ve belleza, mucha más que antes.
“Me siento hermosa y orgullosa de ser mujer, de ser sexo, fémina y pensamiento. No mujer estereotipada, idealizada, nada humana, más objeto que reflejo de la cruda mortal. Me siento “Segundo sexo” y Madame Bovary. (Dos libros que recomiendo)” Y esta frase te hace recordar tu optimismo de antes, aunque no seas la de antes: “Lo que una oruga interpreta como el fin del mundo, es lo que su dueño llama mariposa. Y cuando su cuerpo se va, su belleza perdura para siempre.”