Como siempre, un viaje exprés de trabajo para un fin de semana. Esta vez, volvía a esa ciudad en la que durante algo más de cinco meses he pasado los peores y los mejores momentos de este año que está a punto de acabar. Y no es que me conozca Bilbao al dedillo, pero mis compañeros se empeñaron en que les enseñase los lugares más importantes de la ciudad.
Éramos un grupo de seis personas en las que yo era la única mujer, y hacía un precioso día de invierno. Uno de esos días en los que el sol pica un poco más de lo normal. Visitamos el Palacio Euskalduna, el Guggenheim, nos hicimos mil fotos haciendo el tonto con Puppy de fondo, paseamos por Deusto, vimos San Mamés, y acabamos en el casco viejo tomando unos potes.
Hace casi un año que no sé nada de ella. Acabamos muy mal, y este tiempo se había encargado de mitigar las pocas esperanzas que tenía de arreglar las cosas con ella. Aún así, durante todo el día, tuve el estómago encogido por si acaso el destino hacía de las suyas. Reconozco que incluso al vestirme por la mañana, había pensado más de la cuenta en el atuendo que me iba a poner por si se producía ese encuentro.
Por fin podía dejar los tacones y ponerme algo un poco más «casual», así que opté por unos vaqueros pitillo, una camisa acompañada de una americana de color burdeos y unas botas negras que llegaban hasta la rodilla. El pelo, recogido en un moño que dejaba al descubierto mi nuca recién tatuada con uno de los símbolos de la cultura de aquella tierra: el lauburu.
Nos encontrábamos en un bar de las siete calles, poniéndonos hasta arriba de cañas y pintxos, cuando de repente el destino jugó conmigo. Inesperadamente se abrió la puerta y entró ella con unos amigos. Nuestros ojos se cruzaron enseguida. Esa mirada verde se me volvió a clavar en el estómago. Me quedé inmóvil. No supe reaccionar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Saludarla? ¿No mirarla a la cara? ¡Me temblaban las piernas!
Ella debió pensar exactamente lo mismo, porque su sonrisa se congeló y casi acaba en el suelo ya que una de sus amigas que iba después de ella la empujó para que terminase de entrar al bar. Mis compañeros se dieron cuenta enseguida de qué había pasado. Todos conocían la existencia de esa chica.
Al final, el orgullo pudo más que las ansias de abrazarla. Y eso que iba preciosa. Llevaba esos vaqueros «cagaos» que tiempo atrás me habían puesto tan mala. Un jersey de cuello alto y moño. Si, hasta en eso habíamos coincidido hoy.
Nuestras miradas siguieron clavadas cuando su cuadrilla entró a sentarse en las mesas que había al fondo del bar, y mientras ella se acercaba a mí, comenzaba a notar como ese calor animal que siempre me ha despertado, revivía cual ave fénix. Creo que nos dedicamos una casi imperceptible sonrisa. Ella se sentó y yo intenté volver al mundo real con mis compañeros. No iba a dejar que ese imprevisto se cargase el gran día que estábamos pasando.
Las cañas siguieron cayendo, ahora con más velocidad debido a los nervios y a la excitación de saber que ella estaba ahí, a poco más de diez metros. De repente, no me quedó más remedio que ir al baño (había retrasado ese momento lo máximo posible porque eso implicaba volver a cruzarme con ella). La cerveza es diurética, y había perdido la cuenta de cuantos potes llevábamos.
Pasé por su lado sin tan siquiera mirarla de nuevo. Ya me latía bastante el corazón y el vientre como para aguantar otro asalto de miradas. Subí las escaleras rápidamente y me refugié en el baño. Al bajarme el pantalón, noté la humedad en mi ropa interior. Simplemente saber que ella estaba ahí, detrás de mi, me tenía muy excitada. Era algo inconsciente. Sus feromonas y las mías eran como la nitroglicerina.
La puerta del baño se abrió de golpe. ¡Había olvidado echar el pestillo! Mi corazón se puso a latir como un loco. ¡Era ella! En el momento en que la vi delante de mi, perdí el equilibrio que intentaba mantener mientras la cerveza salía de mi cuerpo y quedé sentada en el váter. Sin más lenguaje que el de su mirada, echó el pestillo, se sentó encima de mis rodillas, metió su mano en mi entrepierna y, al comprobar mi humedad, me susurró al oído «veo que te sigo poniendo tan cachonda como siempre».
En ese mismo instante empezó a acariciar mi clítoris con sus fríos dedos.
Notarla de nuevo me hizo estremecer. Se dirigió a mi boca sin dejar de mirarme y me besó. Como solamente ella sabe besarme. Una forma en la que parece que su lengua baila una danza que me embruja. Mi lengua tardó en despertar, pero pronto recordó los pasos de ese baile. Los besos apasionados empezaron a verse acompañados de mordiscos en el labio inferior y de círculos cada vez más intensos de sus dedos sobre mi hinchado clítoris.
– «Quiero escuchar esos gemidos que me empapaban».
No necesité oír más para empezar a correrme con una intensidad que ya había olvidado. Tuvo que callar mis gemidos tapando mi boca. Mientras me corría, me penetró con dos dedos y de una sola embestida. Fue directa a mi punto G. Ese que sólo ella sabe acariciar para que encadene mis orgasmos sin dificultad.
Notaba como empapaba sus dedos, no sabía si me había hecho pis con ese orgasmo, o había alcanzado la capacidad que no todas las mujeres conseguimos desarrollar y había experimentado mi primer episodio de «squirting». Totalmente extasiada me ordenó que me levantase y me pusiera de cara a la pared. Quería verme ese tatuaje que bien sabía que iba por ella.
Cuando me tuvo en esa posición me lo besó tiernamente, abrió mis piernas, me bajó todo lo que pudo los pantalones y se sentó en el suelo.
– «Voy a rematar mi obra y beberme lo que las dos sabemos que siempre será mío».
Comenzó a lamerme sin apartar sus ojos de los míos. Sabía que eso siempre me había puesto muy cachonda. Agarró mis nalgas y me apretó contra su boca.
Sus dientes apresaron de nuevo mi clítoris, dando suaves mordiscos que me arrancaron un gemido e hicieron temblar mis piernas. Agarré su cabeza y empecé a mover mis caderas al compás de su lengua. Ella lamía de abajo a arriba. Recogía toda mi esencia con cada uno de los movimientos. Sus manos juguetonas decidieron explorar mi parte de atrás. Ella era la única que había tenido ese privilegio y sabía cómo penetrar con delicadeza.
Su dedo índice y su lengua me penetraban por los dos agujeros a la vez. Al compás y cada vez más profundo. Mis caderas no paraban de moverse. Mis gemidos cada vez eran más y más entrecortados. Notaba las contracciones de mi vagina. También las de mi ano. Su lengua volvió a atacar mi hinchazón. Círculos que me estaban destrozando de placer. Su dedo se movía con total libertad ya por mi dilatado culo.
No podía parar de moverme. El orgasmo volvía a mí.
Ella cambió de dedos y me metió el pulgar por un lado y el índice por otro. Con esa maniobra estallé de nuevo en un orgasmo mayor que el primero. Apreté su cabeza contra mi, y mis gemidos se convirtieron en gritos de placer. Empapé su boca y su barbilla. Todo lo que estaba contenido se vertió sobre sus labios.
Acabé de correrme. Exhausta. Como después de una clase de spinning. Apenas pude darme la vuelta y apoyar de nuevo mi espalda sobre la pared.
Ella se levantó. Secó los restos de mi esencia de sus labios. Sonrió pícara y al marcharse de nuevo con sus amigos, se despidió con la típica frase. «siempre es un auténtico placer verte».
Y tanto que lo había sido. Sobre todo para mí.