Hay que estar maldito para que, casi desde la lactancia, uno quisiera ser escritor. Sobre el papel, al igual que todas esas muescas de tinta plasmadas en ejemplares que devoraba sin remedio en cada momento no tan libre, yo pensaba que ese sueño sería la solución a la imperante búsqueda de futuro con la que nos bombardean desde que apenas levantamos tres palmos de la superficie del planeta.
La fantasía de hacer saltar las emociones del lector, ser la droga que impida que se separe del libro hasta que los ojos venzan a altas horas de la madrugada. El poderoso ego interno de sentir que, a causa de tu sangre literaria, otras personas sean capaces de llorar o reír, de imaginar nuevos ambientes, de involucrarse en el personaje hasta el punto de conocerlo mejor que a sus seres más queridos. De amar u odiar, indistintamente, al fruto de imaginación.
La literatura es como el sexo, el objetivo es generar una vida en el interior de la otra persona, y no siempre es el hombre quien tiene el cometido, más allá de las estrictas e insalvables normas de la genética, de engendrar un alma para que mujer la dé a luz. Los géneros no tienen cabida en el infernal baile de letras, sudor, alcohol, sexo y muerte que conlleva poner el punto y final a la última página del retoño de celulosa.
Nunca quise ser un Marcel Proust buscando el tiempo perdido y tener una obra impresa como fin último de la vida, pero siempre tuve claro que no me iba a ir del mundo sin alumbrar la historia de mi vida. Aún recuerdo cómo mi libro me iba absorbiendo, cómo vendía mi esencia a cambio del reconocimiento egoísta de una vida más allá de la muerte física.
Las mañanas no se diferenciaban de las noches, las tardes eran un resquicio en el que, ocasionalmente, me acordaba de que había algo más en el mundo que desgastarme las huellas dactilares sobre una máquina de escribir. Quizá siempre quise ser nadie, quizá siempre quise abandonar mis signos de humanidad y no ser reconocido ni en la firma que la Naturaleza nos ha dado a todos los seres humanos para que podamos estampar nuestro sello incluso sin saber escribir.
Ella lo era todo y también mi nada, mi sino y mi destino. Capaz de apaciguar mi ira en los días, en las quincenas en las que mi mente embotada no podía siquiera darle un predicado al sujeto y al verbo con los que iniciaba la frase que esperaba que diera el oxígeno que mi novela terminal necesitaba para salir del coma.
Ella sabía cómo actuar cuando me dejaba llevar por la lujuria, por las necesidades de la carne en las me refugiaba en pos de encontrar la libertad que mi libro no me permitía. Ella no lo sabe, pero yo nunca le ponía cara. Ella creía que le hacía el amor, pero nunca fue así. Era incapaz de expresar amor por nadie más que mí mismo, por nadie más que el escritor parasitario que albergaba en mi interior. Se nutría de todo lo bueno que yo tenía para regurgitar bilis sobre mis páginas.
Ella nunca tuvo rostro, pero siempre tuvo esencia. El sabor de sus labios y el reclamo de su sexo, el olor del whisky barato y el altísimo precio de morder su cuello. El grotesco silencio como respuesta a los gritos de la conciencia, primera conocedora de lo que yo estaba haciendo con ella. Sin ella no podría existir, sin ella hubiera muerto de inanición mientras mi teclado ejercía de demoníaca placenta portadora de todo mi contenido hacia mi literaria sanguijuela.
A cambio, quizá, ella se sintiera querida. Quizá percibiese que me estaba arrancando de la tiniebla de mi oficio, de las garras mortecinas de una novela mortal. Se despertaba a mi lado, pero yo no amanecía al suyo. Tal vez mi cuerpo estuviese junto a ella, pero mi alma ya nos había abandonado incluso antes de que cualquiera de los dos nos diéramos cuenta.
De ella bebía, de ella sentía, de ella revivía. El vaivén de sus caderas cuando abandonaba mi casa en busca del tiempo que ella también estaba empezando a perder. Sobre ellas hincaba mis vampíricos colmillos, en su pálida piel bailaba mi lengua de trapo para sorber su sudor, su juventud. Su vida.
Nunca, hasta el momento, me he preguntado el porqué de su devoción hacia mi indigna persona. Yo no era más que un infame juntaletras superado por un libro, derrotado por la burlesca imagen de la tinta danzando en torno a la hoguera que eran las páginas que yo llenaba sin saber muy bien quién escribía a quién.
Ella, joven. El que compone estas líneas, sin edad conocida. Puede que no rebasara la treintena, podría llevar ya siglos jugando a ser una especie de dios en mi lucha por alcanzar la eternidad. Ella también tenía problemas, lo decía su cuerpo desnudo esperando que completara tan solo un poco del vacío que albergaba en su interior.
Ella había renunciado a sí misma, ella había vendido a su Mefistófeles todo lo bueno que tenía a cambio de intentar salvarme. A cambio, mi oscuridad se iba adentrando en ella. No se puede pactar con fuerzas más poderosas que nuestra simple humanidad, pues siempre saldan sus deudas arrebatándonos lo que ellos ya perdieron en la aurora de los tiempos: la humanidad.
Mi vida se había convertido en un vórtice de vicio. Vicio por una escritura dañina, vicio por el sexo que no me traía redención, vicio por aferrarme a la concupiscencia de la vida antes de que me fuera arrebatada. Vicio por ella, capaz de desgastar mis escasas energías entre sus piernas para verter en su uve mi violenta necesidad de verme reflejado en su visión como una persona y no como el fantasma de mis recuerdos volcados en mi novela.
Los relojes habían pasado a ser mera persistencia de la memoria, mi cerebro los recordaba vagamente pero su utilidad era poco menos que dalíesca, mera blandura en el desierto de mi existencia. Recuerdo la noche, o el día, o la mañana, o la tarde, pues nada los distinguía para mí, cuando acabé al fin el fatídico vástago al que entregué mi eternidad a cambio de lo único digno que tiene un ser humano en su seno.
Ahí estaba. Acabada, plasmada, finalizada el cantar de mis recuerdos y el trayecto de mi vida, escrita a medida que moría y le daba el alimento que yo necesitaba. Deposité en ese libro la búsqueda de notoriedad e inmortalidad que el sibilino Homo Sapiens anhela desde sus primeros andares a gatas.
Acaricié ese volumen con lo poco de humano que me quedaba. Decidí leer por última vez la historia del escritor maldito que se castigó desde la infancia a un futuro negro como la tinta y como la sangre que circuló en su interior desde el primer momento en el que presionó la primera tecla de su máquina de morir.
Ella me acompañó en mi lectura sin decir una sola palabra. El tiempo juntos había conseguido que el verbo hablado no fuese necesario para entendernos. Ella supo, cuando la tumbé en la cama, que jamás volveríamos a vernos. En mi última visita a su cuerpo supe que mi alma no solo permanecería sobre el papel. Ella la llevaba dentro.
Allí la dejé, sobre ese lecho que había acogido nuestros encuentros llorosos, sexuales y lascivos. La miré y ella comprendió que no habría un mañana. Dejé estas páginas sobre mi escritorio. Ella sabría lo que hacer con ellas.
Llevaba años sin oler el aire libre, sin pisar la calle, sin oír los gritos de unos niños aún inocentes, pero con la maldición dentro de ellos. Me encaminé hacia la playa, hacia el mar, uno de los pocos santuarios y reductos de paz que alberga este infausto planeta. Me fui adentrando en sus eternas aguas, paso a paso sentí cómo la sangre volvía a fluir por mis venas.
Por vez primera desde que mi memoria alcanza, mis labios esgrimieron una suerte de sonrisa. Lo había conseguido, él nunca falla a su contrato. Mi alma ya estaba en esa novela, ya era eterno, ya era inmortal. Mi cuerpo sería un justo tributo a cambio.
Entonces, lo supe. Giré mi cuerpo cuando mi cuello ya recibía las primeras caricias traidoras del líquido elemento. Entonces, la vi. Vi su rostro junto a la orilla. Observándome, mirando el demonio que la había consumido por fuera y que ahora albergaba en su interior. Aprecié sus rasgos, contemplé su pelo caprichoso ondulándose sobre sus hombros. Ya era una mujer, lo decían sus pupilas mientras, impertérrita, presenciaba el ocaso de quien nunca tuvo aurora.
Con esa última visión me giré hacia el horizonte. Siempre había sido la última estación de mi ferrocarril vital, siempre supe que el camino sin fin sería mi morada hasta el fin de los tiempos. Ella fue mi hogar temporal, mi único cobijo mientras moría lentamente. Ella lo fue todo en la nada de mi vida.
Ahora ella tiene mi alma.
Un comentario en «Cádaver exquisito (II)»
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