Una felación, bajo su definición clásica, no tiene mucho misterio. Un hombre introduce su correspondiente pene en una boca ofrecida, ya sea de un varón o de una mujer, y lo que viene después no requeriría mayores explicaciones si no tuviese un hermano conocido para pocos, que no bastardo. Esta práctica se llama irrumatio en latín, y, como tantas cosas en esto del sexo, tiene una historia detrás.
La irrumación se diferencia de la fellatio en que en esta, el hombre asume un papel más pasivo, se limita a recibir el placer oral sin grandes aspavientos, aunque depende de cada uno lo que haga en estos momentos tan íntimos. Sin embargo, al irrumiar, el varón toma protagonismo en el acto y es él quien penetra la boca del receptor, controla los ritmos y domina a su acompañante, que queda supeditado a la actitud de la otra parte.
En la actualidad, el arte de la felación ha fagocitado a la irrumación, un término poco utilizado, pero bien cierto es que no es fácil mantener un rol plenamente pasivo o activo en estos casos. Quien más quien menos se mueve, a ratos se deja hacer y en otros momentos decide llevar la iniciativa, combinando ambas prácticas.
Roma y la política
Todo procede de Roma, cuna de tantas actividades sexuales como de sabiduría actual. En esta civilización, como ya hemos detallado en otras ocasiones, la sociedad era muy orgullosa, con escalafones muy marcados y pobre de aquel que se saliera de estas convenciones.
En aquel entonces, como ocurría con el sexo anal, los rangos superiores de la ciudadanía tenían preponderancia sobre esclavos o sectores menos respetados. Se puede ir deduciendo, pues, que la irrumatio era preferible sobre la fellatio, dado que en esta última la supuesta pasividad masculina era síntoma de dominio del propietario de la boca en cuestión. Un buen romano tenía que irrumar, ser él quien llevara los tempos del acto, puesto que la sodomía activa era toda una medalla, así que los pasivos eran catalogados de despreciables.
No obstante, no solo al componente sexual se reduce este hábito. En Roma, la política era algo fundamental, pues cabe reseñar que los esclavos, las mujeres y demás elementos de las ciudades no tenían derecho a formar parte de la vida política. Eso era cosa de hombres superiores, magnos, poderosos y viriles, ergo ¿qué mejor manera de demostrar la alta catadura de un romano que metiéndole el pene en la boca a otra persona para acallar su voz e impedir que pudiera expresarse ante los demás?
La humillación que el irrumado recibía solo era comparable a la exhibición de poderío que obtenía el irrumador. La irrumatio, a su vez, fue adquiriendo connotaciones. Los grabados encontrados en las ruinas de Pompeya plasman que este tipo de prácticas eran utilizadas también como penalización, a modo de castigo. El infractor de alguna norma era irrumado, así que más de uno seguro que deseaba que el de al lado metiese la pata.
Con el paso de los siglos, ya en la Edad Media, ser condenado al potro no era nada anómalo en el día a día de las urbes. Por si fuese poco el suplicio de este instrumento mortal, al reo se le añadía una dosis de irrumación y demás sodomías anales. Eran tiempos duros para quien decidiera cometer un crimen.
Ya en el siglo XXI, la irrumatio ha pasado a conocerse como face fucking en esa manía de que los anglicismos supriman a los hermosos términos en latín. La eliminación de los roles que anquilosan al sexo ha hecho que no haya grandes diferencias en la práctica entre felación e irrumación, toda vez, puestos a los latinajos, in media, virtus. Una dosis de acción y otra de dejarse hacer acaban siendo sinónimos de placer, sin tener que adscribirse únicamente a uno de los dos términos que protagonizan este escrito.
Malos tiempos corren para la irrumación. Por suerte, ya no se castiga a alguien metiéndole el pene en la boca. Los tiempos cambian en todos los sentidos.