Estoy acostumbrado a hacerme macucas en muy diversos sitios. La primera me la hice a menos de un metro de mi abuela. Recuerdo ese día como si fuese ayer. No tendría más de 12 años y no lo hice con el afán de sentir placer, lo hice porque en Valladolid hace un frío espantoso en invierno y el lugar más calentito de la casa, en ese momento, era mi gónada.
Por casualidad, en aquella noche siberiana, un hombrecito en ciernes de hacía su primera paja. Descargué tal cantidad de semen que por poco me desmayo. Sentía placer y miedo. Llámenme imbécil, pero no sabía qué estaba saliendo de ahí. Mis contactos con lo sexual no pasaban de pensamientos impuros que enseguida reprimían en el colegio de monjas con algún sermón sobre la pureza.
El lugar más calentito de la casa, en ese momento, era mi gónada
No sabía muy bien qué hacer. Me quedé agarrotado, con mi abuela al lado, durmiendo sonoramente (por falta de espacio, hemos dormido en la misma habitación hasta hace no mucho). Temía levantarme ‘a mear’ y ver que estaba sangrando o Dios sabe el qué. ¿Y si a la mañana siguiente las sábanas estaban teñidas de rojo? La idea de que mi madre o mi abuela descubriesen algo, lo que fuese, me aterró. Sentía algo de escozor en el pene. También una relajación general que me invitaba a dormir sin pensar más en aquel flujo que salió de un manubrio que hasta entonces solo había sido utilizado para orinar y para imitar a Shin Chan.
A la mañana siguiente descubrí que no había nada, ni rastro. Empecé a pensar que me había hecho mi primera paja. Indagué un poco sobre el tema y sí, efectivamente, me había hecho mi primera paja. Algunos se toman una manzanilla o una valeriana para poder dormir, yo en cambio me masturbaba cada noche, sin faltar a la cita, haciendo una especie de ranking con Lucía Lapiedra, Daniela Blume, Sonia Monroy y demás mujeres que por aquella época me volvían loco de remate. Las citas nocturnas se ampliaron a citas vespertinas. Alguna también caía al llegar de clase. Me masturbaba a todas horas, en todos lados, hasta que me descubrieron en la ducha, anécdota que conté en las ondas y pronto será extensible a la web.
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En la vida de todo hombre hay tres mujeres y en la mía, de momento, lo que hay son tres pajas: la primera, la de la pillada en la ducha y la que voy a relatar a continuación. Mi relación con mi pater familias nunca ha sido del todo buena, he de reconocerlo. No soy carne de Hermano Mayor, no pego a mi madre, no pido (demasiado) dinero, no me drogo y tampoco pego a mi madre porque no me da dinero para drogarme. Pero tampoco soy un santo.
Una experiencia religiosa
Mi padre, un hombre silencioso donde los haya, me propuso una buena mañana de verano, hace ya cuatro años, hacer el Camino de Santiago. Me lo tomé como una de esas experiencias tan en boga en las películas americanas en las que el hijo se reconcilia con su padre, toman juntos una cerveza mirando un lago, él le da consejos sobre mujeres en base a sus experiencias y juntos acaban fundidos en un abrazo.
Nada de eso pasó. Mi padre de cuando en cuando me llamaba inútil y se ponía a escuchar podcasts de la segunda temporada de Milenio 3 mientras caminábamos por las bucólicas tierras de Ponferrada. Y es que mi padre, por mucho que me pese, tenía razón: soy un completo inútil. No había caminado ni dos kilómetros cuando ya tenía unas ampollas como tomatitos cherry. Cada paso era un suplicio. Mochilón a la espalda, sudor continuo en la frente y, lo peor de todo, los pies. Era la primera vez que me calzaba unas botas de montaña y me estaban matando. Pisar por carretera era una bendición.
Por el camino caí en gracia a una mujer que me debió echar el ojo (a mí o a mi padre) en el primer albergue que nos dio cobijo, el de Cacabelos. Tras una buena ducha y la ingestión – sin mucha gana – de dos manzanas bien dulces, conocí a un hombre de Soria mientras tendía la ropa en una especie de jardín asilvestrado. Era un hombre extraño. No creo que sobrepasara la treintena. Tenía aspecto de cazarrecompensas, con un sombrero en la testa, barba de algunos días y una voz pausada y grave.
Le habían despedido hacía apenas dos semanas de la fábrica donde trabajaba, una fábrica de puertas. Parecía un buen tipo. Fui adentro a poner el cubrecolchones y cuando volví había desaparecido. Me senté un momento en una de esas sillas de plástico con publicidad de San Miguel y a mi lado hizo lo propio una chica morena, que tampoco rondaría la treintena.
No estaba nada mal. Tenía unas piernas bonitas y una cara bonita. Me gustan las chicas bonitas. Solo recuerdo que era de Barcelona y tenía una especie de infección en la pierna. Parecía que la conversación iba viento en popa. Había escuchado que se liga mucho en el Camino, aunque por aquel entonces no ligaba ni con mi propia sombra, solo en páginas de encuentros con alguna gordita aceptable. Mi barba y mi aspecto desaliñado me hacían parecer más mayor, pero mi inocente conversación me devolvía a mi corta edad. Mi padre nos interrumpió y yo volví adentro.
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Había muchas chicas bonitas en el albergue. Era curioso ver que holandeses, ingleses, suecos o franceses hablaban juntos sin ninguna complicación. Había dos grupos, mezclados, pero dos grupos: los extranjeros y los españoles. En realidad había dos grupos porque la gran mayoría de los locales no sabíamos hablar inglés lo suficiente como para hablar con gentes de civilizaciones avanzadas. Una de ellas era una mujer de aspecto mayor, de entre 50 y 60 años. Era semipelirroja, de piel blanca y no tenía nada especial. No me atrajo en absoluto.
A la mañana siguiente nos cruzamos en ruta, nos dijimos el protocolario «buen camino» y a seguir con lo nuestro. Varios kilómetros después, ya pasada incluso Villafranca (uno de los hitos del camino), nos volvimos a encontrar. En Pereje, un pequeño pueblo al que se accede por un camino de grava pacía yo tranquilo en la trasera de un albergue cerrado, tumbado en el cemento que bordeaba una piscina artificial, con los pies a remojo, medio cautivado por Morfeo, medio cautivado por Helio. La fina brisa, la soledad, el ruido de las hojas peleándose en las copas de los árboles, el sol filtrado por las mismas; hacían de aquel un momento que difícilmente podré olvidar.
La sueca siempre llama dos veces
Si no era el Jardín del Edén, era algo parecido. Finalmente me quedé traspuesto una buena media hora. Me despertó, cómo no, la mujer conspicua. Mi padre se había marchado a ver el pueblo y ella y yo estábamos solos. Me dijo que era sueca y allí ejercía como psicóloga. Llevaba una gorra, una blusa blanca y un pantalón beige muy fino que dejaba entrever un tanga y una marca de sudor circular en su poderoso culo. Se sentó a mi lado, respetando las distancias y se dispuso a remojarse los pies.
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No me hacía mucha gracia que se remojase los pies a mi lado. Me había despertado e invadía mi espacio. Me pareció muy descarada, quizá porque soy castellano y los castellanos, como debéis saber, tenemos o hemos de tener un lebensraum (espacio vital) mayor al de los demás. Cuando volvió mi padre me calcé, me despedí de la sueca y fuimos a tomar un refrigerio en una terraza cuajada de europeos estilo Marc Ostarcevic saliendo de un after marbellí.
Tras unos 20 kilómetros de etapa, decidimos parar en Trabadelo, otro pueblo pequeño, a no muchos kilómetros de Pereje, en donde también comimos. Recuerdo con exactitud aquella población. Era algo más grande que el anteriormente citado, también se accedía por un caminillo de un par de kilómetros que se separaba de la carretera principal. Claramente allí destacaba la industria maderera. Flanqueando el sendero había árboles centenarios, con raíces tan gruesas como mi pene horas después. Una fábrica de madera que recordaba a la de Twin Peaks daba la bienvenida a los turistas. Comimos en uno de los restaurantes (véase la sobrexplotación hostelera en los pueblos, por pequeños que sean, del Camino), uno muy moderno, regentado por una italiana muy graciosa y bien parecida.
Flanqueando el sendero había árboles centenarios, con raíces tan gruesas como mi pene horas después
Un poco más adelante, apenas a 500 metros, descendimos unas escaleras para ‘coger’ albergue. La ducha de cortesía, la cabezadita, charla extensa con un checo que venía desde Francia y resultó ser un ávido aventurero y la esperada cena. Entretanto mi padre andaba fuera, quizá trajinándose a la sueca, quién sabe. Cuando terminé la bonita charla-práctica de mi infame inglés ya era la hora de cenar. Mi padre había vuelto y decidimos dar cuenta de unos buenos bocadillos de tortilla en el bar de enfrente.
Había un patio realmente grande, con bancos de madera enferma, tendales y columpios. La noche iba ganando terreno a la tarde y las hojas de berza y los tomates brillaban por última vez en aquel día. El sonido del riachuelo que bañaba la huerta más o menos generosa del albergue, atenuaba el dolor que sufría en pies y ahora también en ingles.
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Eran las 21:30 aproximadamente y todo tipo de gente se agolpaba en aquel patio-cenador-huerto-campo que cualquiera con experiencia en esto de los albergues y las rutas reconocerá al instante. Había unos canis de Barcelona que no dejaban de dar la murga, a pecho descubierto cuando la temperatura en Los Ancares desciende drásticamente. Intentaba curarme las heridas como podía, con la inestimable ayuda de mi señor padre.
Quiero dar ‘camboya’ a la sueca
Allí estaba la sueca. Con la misma ropa, sudada hasta el último resquicio. Se sentó enfrente de nosotros y empezó a hablar. Hablaba muchísimo y apenas recuerdo unas pocas cosas. Se ofreció a coserme las ampollas. Al principio no entendí bien la proposición, pero sí, la psicóloga sueca quería coserme las ‘blisters’. Me enseñó su pie, abigarrado de ampollas cosidas, blancas como la caliza; lo que hizo reafirmarme en la idea de que prefería seguir con mis penas y dolores. Mi padre secundaba mi decisión y subió a por una crema. Nos quedamos ella y yo frente a frente sin decir gran cosa. Con los tetes de Barna intentando impresionar a una chica, con unos italianos que parecían perdidos y con unos vascos que comían plácidamente unos bocadillos.
La miraba de reojo de vez en cuando. Se me hizo eterna la espera, pero placentera a la vez. Esa ropa secándose lentamente, pegada al cuerpo, con alguna marca de sudor aún, esa mujer madura, sin muchos rasgos de estar ajada por la edad, ese tanga transparentado, sus pezones que me miraban como un toro mira al torero antes de embestirlo y su abundante pechera, me empezaban a dar mucho morbo.
Volvió mi padre y me puse manos a la obra, olvidando cualquier pensamiento impío. El grupo de italianos se ofreció muy amablemente a ayudarme. En el Camino todo el mundo se transforma, se hace bondadoso, como debería ser si la ciudad, el trabajo y la familia no les comiese su libertad. Realmente en el Camino la gente se comporta con humanidad.
Un chico y una chica hablaban bien el español, mientras sus acompañantes, típicos hombres mayores con muchas experiencias en la mochila, no lo hablaban un ápice. No entendía nada de italiano pese a que uno de los hombres, con un divertido bigotillo, se empeñaba en que yo le comprendiera. Formaron un grupo de unos ocho o nueve a mi alrededor y alrededor de mis ampollas. Acepté la ayuda después de que españoles e italianos se sorprendiesen con la magnitud de mis heridas.
El del bigotillo sacó una aguja y agua oxigenada. Entre la chica y él empalaron la ‘ampolla magna’ y dejaron que drenara mientras me rociaban el pie con el desinfectante. No les importó en absoluto gastar una botella para mis dos pies, tampoco darme dos antiinflamatorios y unos pocos más ‘por si acaso’. Me pareció gente de quitarse el sombrero. Luego descubrí que la operación express que me hicieron era lo que la sueca llamaba ‘coser las ampollas’.
Nos pasamos horas en aquel patio, hasta que la luz natural desapareció y ya solo alumbraba el farol destartalado de la fachada del bar. Mi padre habló más que nunca aquella noche, nunca le vi hablar tanto. No paraba de hablar con la chica italiana, que tenía una hija pequeña. Descubrí que mi padre había viajado a Italia, sabía todos sus lagos y mucha de su historia. Los vascos se unieron a la charla, nacionalistas hasta la médula, que venían desde ‘su país’, según nos dijeron.
Creo que fue la primera conversación inteligente en vivo que he tenido. Una conversación a varias bandas, a cual más interesante, sobre el País Vasco, sobre la docencia, sobre el Lago Como y sobre el propio Camino. Estaba realmente maravillado y he de reconocer que pese a la dureza y el dolor, lo recuerdo como uno de los mejores días de mi vida, como ven, una vida la mía bien frugal.
A falta de sexo, buenas son tortas. O tortitas.
A ese día redondo le faltaba la guinda que corona el pastel. El continuo goteo de gente que se marchaba a la piltra y el frío que a altas horas arrecia por las zonas altas cazurras amenazaba con cortar con un momento inolvidable. Ya en la habitación el panorama era desolador. Unas 20 personas se agolpaban en ese cubículo, tanto caminantes como ciclistas, guarnecidos del frío con sus monos de paseo.
Los ronquidos eran la tónica dominante, alguna que otra tos nerviosa y el carraspeo de alguien al fondo alteraban el perfecto silencio en que había quedado el albergue. Tras 20 minutos intentando conciliar el sueño decidí remediar el insomnio de alguna forma. La ventanuca estaba abierta y corría un aire que para quien durmiese con manta, bien agradeció.
Llevaba tres días reservándome, sin apremiantes ganas, pero tampoco sin ellas. Con el anonimato que confiere la oscuridad de la noche y la discreción que todo adolescente tiene cuando va a sacudirse la sardina, me bajé el pantalón, ahuequé la sábana y me puse a pensar en la sueca.
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Nos imaginaba solos en aquel parque dándonos el lote, sudados, hombre joven y mujer madura. Me daba mucho morbo pensar que cualquiera podía pillarnos in fraganti, su olor a sudor limpio, sus tetas bailongas y caídas con los pezones vigilando, ese pelo pelirrojo descolorido y esa cara que pedía a gritos subir la temperatura. Abría los ojos en cuanto escuchaba algún movimiento, pero la oscuridad seguía siendo mi cómplice.
Por aquel entonces recuerdo que cuando estaba solo me gustaba eyacular soltando algún gemido que evitaba la caída en picado de la libido. Reprimí las ganas de soltar uno de mis gemidos con tintes de bufidos cuando el culo paellero y el tanga en ventosa me hicieron sucumbir a los placeres del élan vital, de la suma realización.
Como pueden imaginar, en un arrebato de pasión tal, no llevé papel higiénico ni sucedáneo para limpiar ese estropicio. Literalmente bañé las sábanas**, como un año antes hice en Francia en unas vacaciones familiares tras once días sin disfrazarme de Dionisio. Probablemente el siguiente peregrino se encontraría una ropa de cama pasada por un ficticio baño de almidón, si es que la limpiadora no recogió mi propuesta alternativa al pladur. Sí, queridos lectores, mis corridas en tan solo dos días de recarga son tan abundantes que hasta yo me asusto.
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Volví a encontrarme a aquella mujer otras dos veces. Al día siguiente con la misma ropa, la muy marrana. Subíamos a O Cebreiro, sin duda el tramo más duro del camino, que conecta León con Galicia por Laguna de Castilla. Allí, otra vez con los pies a remojo en un lugar idílico, nos encontramos a la sueca de mis sueños húmedos. Una Iglesia medio renacentista medio barroca, frondosos árboles que daban buena sombra, el canto gregoriano en grabación y el sol en las altas cumbres de Los Ancares lucenses podían haber sido el paraje ideal para consumar con aquella MQMF (Madre Que Me Follaría) de cuyo nombre no me acuerdo o ni siquiera sé si alguna vez me lo reveló. Sexo no hubo, pero a cambio me dio unas Tortitas Bicentury (verídico 100%).
Me debió ver gordico o como un simple niño que ve en unas tortitas de maíz la recompensa a una subida insondable con más estigmas en los pies que Jesucristo en sus costados. No hubo sexo en el camino, pero sí una buena ración de ‘blisters’, un buen pajote y unas pocas tortitas.