Los veranos queman la piel y vierten sobre el cuerpo la pasión de los amores ardientes que duermen en invierno. Olga había llegado de Madrid un par de días antes, viajaba sola y traía en la mirada un brillo de refugio. Yo coleccionaba atardeceres. Las luces rojas de los últimos días de agosto de un estío con demasiados muertos en la memoria.

Nos conocimos en el faro de Trafalgar, a donde llegué en busca de un nuevo momento de paz en el que ver morir el sol, tal vez la oportunidad de que ante mí se desplegara el crepúsculo de los dioses. Pero mientras veía el sol marcharse apareció ella, con el pelo aún mojado por el último baño del día en las aguas de un Atlántico tan alejado de Madrid. Se sentó cerca y, en silencio, contemplamos el ocaso.

Cuando el sol terminó de ocultarse ella emprendió la bajada del faro hasta la playa, yo la seguía y me puse a su altura.

-Ha sido bonito el atardecer de hoy. – Dije.

-Para mí siempre lo son, en mi tierra no hay oportunidad de verlo ocultarse en el mar.

Y así empezamos una conversación que prolongamos en un chiringuito acompañados por dos cócteles preparados con mimo. Casi sin quererlo, nuestras vidas fueron desfilando ante nosotros, éramos dos desconocidos que de repente abrían sus venas uno frente al otro. La comodidad que otorga una complicidad inesperada, un estar a gusto en un inoportuno lugar del tiempo, nos hizo abandonarnos a la circunstancia de entregarse a una mirada. Al despedirnos me comentó que se quedaría unos días en Trafalgar.

«Ha sido bonito el atardecer de hoy». | Fuente: Pixabay.com.
«Ha sido bonito el atardecer de hoy». | Fuente: Pixabay.com.

No tenía costumbre de repetir el lugar para cazar un atardecer, pero al día siguiente volví a ir, esta vez más temprano, y atravesé la playa de Zahora buscándola, sabiendo que no desaprovecharía la ocasión de sentirse libre entre las olas. Y la divisé a punto de entrar al mar justo en el momento que ella dirigía su mirada hacia donde yo me acercaba, como si llevase toda la tarde esperándome. Llevaba un bikini que realzaba su figura. Verla acercarse al mar, con el faro y el sol desplegándose al fondo, era mucho más que una postal, un sueño que no creía estar viviendo.

Me invitó a entrar con ella, me quité la camiseta y nos adentramos en la orilla. Mientras nos manteníamos tranquilamente a flote nos contamos los avatares del día y me dio las gracias por volver. Yo se las di por esperarme.

Aprovechamos el movimiento de las olas para acercar nuestros cuerpos hasta que ya demasiado cerca ninguno de los dos contuvimos el abrazo. Un abrazo de ojos cerrados lleno del sentimiento de aquel que ha encontrado su lugar en el mundo entre esos brazos. La besé en la cabeza, en su cuello con sabor a salitre y ella me miró como esperando más. No tardé en responderle, me hice con sus labios en un beso que desafiaba a todos los pasados. Desde ese momento el mar ya no existió para nosotros que empezamos a jugar entre las olas acercándonos y separándonos para volver a acercar nuestros cuerpos con urgencia uniendo nuestras bocas.

Ella se abrazó a mi cuello y rodeó mi cintura con sus piernas mientras sostenía su cuerpo en el agua sobre mis muslos. No pude disimular la excitación que me producían besarla y sentir su cuerpo sobre el mío. Ella también notó mi erección. Me sonreía sin decir nada, apretando su cuerpo contra el mío. Salimos en el agua y en la arena seguimos con los besos, las caricias, las primeras manos que atraviesan las fronteras de lo prohibido sin desenfundar todavía la carne, sabiendo, esperando, que la caída del sol nos escondiera con el manto oscuro de la noche.

Al silencio con el que el día anterior contemplamos el atardecer, se unió el abrazo. Yo abrazándole por su espalda. Ambos absortos ante un nuevo milagro de la luz. Los dos esperando que acabase el espectáculo.

«La divisé a punto de entrar en el mar». | Fuente: Pixabay.com.
«La divisé a punto de entrar en el mar». | Fuente: Pixabay.com.

Al ocultarse el sol, comencé a acariciar su pelo y a besar una vez más su cuello. Ella se giró sobre mí y volvió a sentarse sobre mis muslos. Mientras nos besamos volvió a desatarse mi erección. Movía su cuerpo sobre mi miembro dejándose llevar por la excitación, invitándome a mí a acompañarla a ese salvaje territorio. Yo ya había comenzado a introducir mis manos por dentro de su bikini, le agarraba las nalgas apretando aún más sus caderas contra mi polla.

De pronto, fue bajando sus besos por el contorno de mi cuerpo mientras sus manos seguían acariciándome. Desenredó el nudo de mi pantalón y empezó a acariciar y agarrar mi polla sin bajarlo. Fui yo quien no pudo contenerse y bajé la tela exponiendo mi sexo a su mirada y sus caricias. Comenzó a masturbarme lentamente mientras volvía a besarme. Yo sentía su mano apretando mi dureza con movimientos firmes. Separando nuestras bocas dirigió la suya hacia mi polla.

La besó mientras acariciaba mis testículos y dedicó una rápida lamida por todo su tronco hasta acabar con el glande entre sus labios. Se diría que disfrutaba haciéndome disfrutar mientras seguía con la mamada y yo posaba mis manos sobre su cabeza. Volvió a besarme y entonces fui yo quien se hizo con el mando. La apoyé sobre el pedestal abriendo sus piernas, le quité el bikini y mientras comenzaba a acariciar sus tetas bajé mi boca a su entrepierna, donde su coño me esperaba ya húmedo y mi lengua se sumergió recibiendo sus más cálidos y afrodisíacos sabores.

«Me dio las gracias por volver. Yo se las di por esperarme». | Fuente: Flickr.com.

Me gustaba mucho hacerlo, dedicarme por completo al cunnilingus, sentir su piel erizarse por el placer mientras me hacía llegar sus gemidos, que iban acelerándose a medida que se acercaba el orgasmo. Y así fue, llegó a un orgasmo intenso provocado por mi lengua y mis dedos. Mientras me miraba dejando de temblar, yo también la miré fijamente diciéndole:

– Voy a follarte, Olga.

Y sin apartar mi mirada de la suya fui introduciendo mi polla en su coño. Poco a poco, quería que la notase entrar despacio, centímetro a centímetro hasta acomodarse dentro bien acoplados. Mi sexo la hacía sentirse llena por completo y ella comenzó a pedirme más, mis movimientos se fueron acelerando al ritmo que nuestros gemidos cruzaban la noche. Luego se puso de pie y la follé por la espalda, apoyada contra el faro, con embestidas salvajes que hacían sonar nuestros cuerpos chocando. Acerqué mi boca hacia su oído y le susurré que me corría.

Salí de su coño mientras ella de rodillas me ofrecía sus pechos, donde acabé lanzando mi corrida. Luego nos fuimos a su hotel, ese sólo fue el comienzo de aquella noche y de todo lo que pudimos vivir después.

Autor: @fontanerodelmar.

Imagen de portada: Flickr.com.

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