De un tiempo a ésta parte, me dicen mucho que estoy hecho un “anunnakis”. Ya saben ustedes, los anunnakis son unos bichos raros que, entre otras muchas cosas, se encargaron de construir las pirámides, de enseñar a los sumerios todo aquello que debían de aprender para progresar adecuadamente como civilización, y luego, mandar a Abraham a tomar por culo, que ya se encargaría él solito de ser el padre de todas las religiones y eso.
Bueno, pues de un tiempo a ésta parte estoy hecho un “anunnakis”. En definitiva, que soy un extranjero. Hubo un tiempo en que fui un extranjero, creo que todos hemos sido extranjeros alguna vez. En mi caso, a mí me tocó ser extranjero en los Estados Unidos.
A Josebita le tocó ser extranjero con veintipocos años. No dejaba una familia rota, ni huía de un país en guerra, ni llevaba guardados en la retina más cadáveres que los propios de la edad. Josebita se marchó por voluntad propia y con trabajo seguro. Imaginen ustedes lo que deben de sentir los otros extranjeros que huyen de una guerra, dejando a sus muertos sin enterrar, porque no hay tiempo para nada, excepto para salvarse a sí mismos. Imaginen ustedes.
A Josebita no le gustaron los Estados Unidos. No le gustó nada de nada. Nunca me adapté a su “way of life”. Y nunca dejé de ser para ellos un extranjero. Y, sobre todo, yo nunca quise dejar de ser un extranjero. A Josebita le deportaron por maricón, por maricón y por liarse con un negro. A Josebita se la bufó. Josebita volvía a casa, con los suyos.
A otros les deportan y no tienen dónde regresar.
A Josebita le metieron una semana en la cárcel y le dieron una paliza por maricón, eso sí, Josebita devolvió unas cuantas hostias bien dadas. Que para algo soy de Calahorra e hijo de militar y a mí, los uniformes, aunque sean de dos payasos de policías yankies, no me asustan. Lo que me asusta es la ignorancia de quienes los portan.
A otros les meten en la cárcel, les inflan a hostias y no tienen dónde regresar. El mar no les puede devolver a sus hogares y son vomitados en cualquier playa. La mayoría de las veces sin vida.
A Josebita le sacaron de la cárcel gracias a las gestiones del departamento cultural del consulado de su país. A otros, son sus países y los nuestros quienes les expulsan o los condenan. No existen gestiones diplomáticas que les liberen. Todo lo contrario. Ya se encargan, esas gestiones diplomáticas, de sellarles sus pasaportes, en el caso de que los tengan, con una calavera. Una calavera, eso sí, con todos los certificados de tinta bio y sin gluten, no vaya a ser que afecte al cambio climático.
Y Josebita regresó a su casa, a su país, y a su familia.
Y otros regresaron al campo de refugiados, sin una familia que los reciba, excepto el barro, la lluvia y el frío.
Por cierto, me llamo Joseba, y nunca he dejado de ser un extranjero, ni siquiera, de mí mismo.