Tal día como hoy, hace 400 años, murió Miguel de Cervantes Saavedra, que marcó la evolución de la literatura internacional al ejecutar el tránsito entre las manidas novelas de caballería y los posteriores géneros literarios. Un 23 de abril de 1616 descansó para siempre un autor que, por mucho que se estudie su Don Quijote en los colegios, tiene múltiples enseñanzas a través de sus páginas.
La historia del hidalgo manchego es medianamente conocida. Alonso Quijano pierde el juicio, ebrio de lectura caballeresca, y decide erigirse como el defensor de los necesitados acompañado de su noble escudero Sancho Panza. Cómo no, a lomos de un Rocinante con más hueso y piel que poderosas zancas. Eso no lo ve un Don Quijote que persigue un sueño: su Dulcinea del Toboso, su idílica princesa a la que trata de impresionar con sus aventuras y entuertos de los que no suele salir bien parado.
Hasta ahí, bien. Un corcel, un fiel secuaz, una damisela y un caballero enajenado. Sin la clave de humor y sátira de la que Cervantes dotó a su obra maestra, parecería una reedición de un Amadís de Gaula cualquiera -sin desmerecerla en absoluto-. Son los demás personajes que aparecen entre capítulo y capítulo, amén del tratamiento que se les dedica, los que hacen ver que las andanzas del Quijote no son aventuras del tres al cuarto.
Una de las claves de esta novela es que la amada del hidalgo es más utópica que real, una fantasía más propia de ensoñaciones que de la realidad. Hermosa, refinada, toda una dama a la que tratar de halagar, si bien entre una cosa y otra el pobre Quijote no consigue sus objetivos. Por este motivo cabe hablar de su figura antagónica, con la que el caballero sí llegó a yacer ¡Y de qué manera!
Maritornes: tuerta, jorobada y confundida
«Ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera». Ni más ni menos. Así retrató Cervantes a Maritornes, una moza que aparece en los capítulos 16 y 17 del primer libro sobre el caballero de La Mancha.
La asturiana de dudosa belleza e incuestionable corazón se convirtió, a raíz de la locura que había poseído al caballero, en la hija del propietario de un castillo en el que hidalgo y escudero habían ido a parar junto a un arriero ya hospedado allí. En realidad, ese castillo no era sino una venta -posada- en la que Maritornes ayudaba a los propietarios con los visitantes.
Don Quijote no tardó en fantasear con la gloria que le daría a sus leyendas haber seducido a la hija de un noble, pero la figura de su anhelada Dulcinea no tardó en aparecer y despejar cualquier viso de traición a su dama. Para explicarle la situación a la joven, no tuvo mejor idea que, en una noche en la que Maritornes trataba de meterse en el lecho del arriero, cogerla por banda y explicarle la gallardía de sus aventuras y la búsqueda sin gloria de su amada del Toboso.
Con más miedo que vergüenza, la asturiana de «cabellos que tiraban a crines», asistió a la verborrea del manchego hasta que entró en escena el verdadero destinatario de los cariños de Maritornes. El arriero se enceló del enloquecido hidalgo y lo molió a palos, en pocas palabras.
Con el revuelo nocturno, los venteros acudieron a las habitaciones creyendo que la moza se había pasado y se formó una suerte de batalla campal en la que nadie sabía exactamente a quién estaba sacudiendo. Solo pudo llegar la paz cuando un caballero de la Santa Hermandad de Toledo acudió ante el alboroto y se topó con un Quijote semiinconsciente y vapuleado. Creyéndolo muerto, se afanó en alertar de que había un difunto en la venta.
El revuelo permitió a Sancho Panza poner a resguardo a su benefactor y cerrar así el capítulo XVI, si bien la poco agraciada Maritornes se volvió a cruzar con los aventureros. En esa cualidad cervantina de darle rasgos humanos a la tragicomedia, la que se viera sorprendida por Alonso Quijano en fechas anteriores acude en socorro de Sancho, necesitado de agua, en un gesto de verdadero amor.
Según varios estudiosos de la obra de Cervantes, Maritornes permite al autor mostrar a su personaje ensimismiado en la búsqueda de su Dulcinea sin reparar en que las mujeres reales están en su día a día. Este contraste entre la bellísima del Toboso y la fea y contrahecha moza de venta sirve para criticar aún más la idealización que las clásicas novelas de caballería realizaban en sus páginas. Estas son culpables a su vez de que el oriundo de un lugar de la Mancha cuyo nombre Cervantes no recordaba perdiera la razón y se pusiera a batallar contra molinos y soñara con ínsulas de Barataria con las que premiar a su fiel escudero.
El amor, una vez más, movió la conciencia de uno de los personajes más importantes de la historia de la Literatura universal. Aunque en su afán por hallar a su Dulcinea no coyundara con ninguna de las féminas que pudo catar en su calidad de caballero desfaceentuertos. Alonso Quijano y su autor son las perfectas representaciones de que «todos soñamos con ser un caballero y tener algo por lo que luchar y un amor que defender«.