No tengo preferencia por rubias o morenas. Bienvenida sea quien caiga. En cuestión de cine, muchas veces me he enamorado fugazmente de una mujer, durante los 90 minutos de duración, al igual que en el autobús, donde, casi a diario, una gachí deseable toma la misma barra azul y pegajosa que yo.
¿Quién no se ha enamorado de la cadencia eterna de una cola de caballo o de una sonrisa tonta a las nueve de la mañana o a las cinco de la noche? Con el cine pasa lo mismo: nos enamoramos. Entre nosotros, ahora que nadie nos escucha, les diré que ayer me enamoré de nuevo, tras varias horas sin hacerlo. Madrugaba, pero Claudia Cardinale ganaba el combate a Morfeo y lo dejaba en evidencia hasta bien pasada la medianoche.
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Tenía que escribir algo y no se me ocurría gran cosa. Hablé a la señora Iria Torres y la propuse que me hiciese una bonita réplica. Yo escribiría sobre mis grandes iconos sexuales y ella de los suyos. Un pequeño duelo con las letras como excusa, el amor efímero como balas de fogueo y salvas de disparos por los nombres de los que un día, ella y yo, suspiramos.
No os hablaré de la Cardinale porque es un amor demasiado fútil. No me gusta como actriz, les hablo sinceramente. Ayer, en ‘Hasta que llegó su hora’ (Sergio Leone, 1968) sus ojos color azabache y su corsé florido hicieron las maravillas de Henry Fonda, Charlos Bronson, Jason Robards y un servidor. Pero la más puta de la Calle Bourbon de Nueva Orleans deja paso a una terna que quizá les suena, quizá no, pero es la mía y por eso la considero tan valiosa; porque por ellas suspiro. Porque el cine y en concreto ‘mis niñas’ son la luz de mi vida, el fuego de mis entrañas.
‘Mis niñas’ son la luz de mi vida, el fuego de mis entrañas
Audrey Hepburn
Sabrina. Me cautivó, porque desayunaba con diamantes y no conmigo, porque el eterno blanco y negro era nuestro mejor cómplice. Holden ya no me importaba, se podía ir con Norma Desmond y su dinero; que mi rival era el canijo hierático, listo como un zorro, el cuñado más temido, Humphrey Bogart. Hija de barones holandeses, nazis hasta la médula, tuvo la firmeza moral para que su pueril belleza siguiera libre, al otro lado del Atlántico, allá donde la libertad era todavía consigna.
Bailarina frustrada que no encontró el beneplácito de los rusos, princesa con ganas desaforadas de hacerse grande. Y se hizo grande. Tuvo para bien ser una de las mejores actrices de todos los tiempos, sin apenas esfuerzo, siendo solo tal como era, una chica dulce que ojalá prendiese la misma barra azul y pegajosa que yo.
Brigitte Bardot
Pocas palabras y muchas a la vez hacen falta para describir la cardinal belleza de una rubia a la que todas quisieron copiar. Ella no se parecía a nadie, las demás se parecían a ella. BB era única, pero la belleza es fugaz, como mis enamoramientos, y ahora, tendida a las veleidades del tiempo, ya no parece ni su sombra. La paradigmática cola de caballo y el cigarro en la comisura de los labios, recién despertada, con la pereza de aquellas niñas francesas que no quieren despegar los ojos y dárselos a la mañana estival.
Piccaso creó a la mujer, porque Picasso sabía que no habrá otra. Se conformó con Sylvette David pero él quería a Brigitte, y yo también, y ustedes también. No importa quien inspirase a quien, el caso es que fue ella y no otra quien estableció un canon inalcanzable, la supremacía del oro y del humo, la querencia de su rostro en cada mujer que pasa por mi cama, una mujer que ojalá prendiese la misma barra azul y pegajosa que yo.
Sue Lyon
Lolita. La conocerán mejor por Lolita. Otra rubia que apuntar a la lista. A matacaballo entre la anterior y la siguiente. Buscó el amor por amplios horizontes, desde Hollywood hasta una penitenciaria. No era una mujer sencilla, Kubrick ya lo intuía. Sue era la Audrey Horne de la gran pantalla sesentera. Lolita era la única mujer que podía encajar en las letras descarnadas de Nabokov.
Lolita no era dulce. Lolita era una víbora. La parcialidad la llevó a la locura cuando intentaba que un hombre cabal por ella también se volviera loco. Solo era una niña que no pudo aprehender de otra loca, su madre Shelley Winters. Que el ávido escritor se convierta en un adláter inerme que por ella es perro, gato o fenecido si hiciese falta; sabedor Mason de que sus suspiros son por un Clare Quilty que no encaja en este afinado guateque. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta.
Madchen Amick
La menos conocida pero no por ello la menos impresionante. Sin hacer ruido se metió en los Telefunken de los 90 de la mano de un hombre que también sin hacer ruido produjo terremotos dando inicio a una nueva etapa en la historia del celuloide. Se bastaba de actores sin gran reconocimiento, de buenos amigos, de muchos que no pasaron por escuelas de cine y sí por la rueda de la fortuna. Amick es una de ellas. Señor, ¿quiere un poco más de pastel? Shelly complacía gastronómicamente al Agente Especial Dale Cooper, sexualmente a Leo Johnson y a Bobby Brings y visualmente, desde una distancia catódica en tiempo y espacio, al pobrecillo de Jimmy Redhoe.
Un uniforme azul, desfasado en los 90 pero perfectamente hilvanado en la orquesta de David Lynch. Un pelo ondulado hasta la mitad de la espalda. Una sonrisa perpetua. Gestos cómplices con el espectador sin que los intermediarios se percaten de que nos está haciendo ser perros de Paulov. Mensajes subliminales de la última camarera de un bar de un pueblo desjuiciado, perdido, a ocho kilómetros al sur de Canadá. Es, quizá, la sencillez que imprimen Lynch y Frost para su personaje la vitamina para que unos pocos, píldora tras píldora, veamos en ella otra mujer que ojalá prendiese la misma barra azul y pegajosa que yo.
Mena Suvari
No es Jennifer Lawrence, ni Kristen Stewart ni cualquier falsa musa de las de hoy. Puede que tampoco sea musa, pero también, como ellas, es de hoy. Tercera rubia del rosario, una Lolita contemporánea, sin llegar a ser milenial, por solo un año. Spacey, un Mason moderno. No es protagonista, pero en los bastidores del público, es la supina protagonista, el pétalo de rosa que sale de la boca de cada esclavo de Ángela Hayes. Cada gota de sudor de Lester Burnham, cuerpo que llora por el de una adolescente mentirosa, imprime en el curso del cine los recuerdos que maestros de la pluma y de la claqueta expusieron en el 68 al mundo.
Moradora de una bañera del pecado. Diversión y jodienda. Marihuana que envuelve el alma de dos buscadores de amor verdadero en incipientes mujeres que no saben el significado del concepto. Una cámara de vídeo o una paja en la ducha, una camisa blanca que esconde dos pechos venerables o unos pantalones de pana grandes que esconden las piernas de una niña con demasiadas ganas de convertirse en mujer. Tanto Mena como Thora, tanto Thora como Mena. El ángel y el diablo revestidos, no sé muy bien del qué, pero de la misma cosa.
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Me dejo muchas en el tintero, pero de escribir más ya no tenía ganas. Una segunda entrega con las Connelly (portada), Rosario Dawson (Sin City) y demás bellezas que ojalá prendiese la misma barra azul y pegajosa que yo. Iria Torres, es tu turno.