Hace muchas lunas, en una galaxia muy, muy lejana, yo viví en Chiquitistán.
Chiquitistán, como todo el mundo sabe, es la primera potencia mundial. Una nación joven con poco más de 400 años de historia, con una Constitución redactada por prohombres ilustrados, masones afrancesados que creían en la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad pero, que casualmente, la mayor parte de ellos poseían esclavos. Esas cosas no cuentan. Es la tierra de Libertad y el Nuevo Mundo y mamandurrias varias.
Pues eso, que yo viví en Chiquitistán y fui profesor de español en un país donde el noventa por ciento de su población no sabe quién era Cervantes, ni sabe situar España en el mapa.
Josebita fue destinado al Sur de esa gran nación. Ya saben ustedes, mucha plantación, mucho pantano, mucho alligator, mucha humedad, mucho voodoo y mucha Escarlata O´Hara de más de 500 libras. Sus cosas.
Josebita flipo en colores. Pero en colores. Y se dio cuenta del poder del marketing y la publicidad y de cuánto daño ha hecho el cine.
Me explico. Roma nunca será más real que en las películas de Fellini, ni Venecia más real que en las películas de Visconti, ni Paris más París que visto por Minnelli. A Chiquitistán, como a todo en la vida, le ocurre lo mismo. Es un espejismo. Un mercado de espejismos.
Josebita se adaptó muy rápido.
Rápido como una coneja y listo como una ardilla. Se dio cuenta de que allí no tenía ni futuro ni nada que hacer, y ya puestos, decidió que si estaba de mierda hasta el cuello, al menos disfrutaría nadando. Lo que traducido significa, que Josebita se pasó por la piedra todo lo que se movía y se ponía a tiro. Que fue mucho y de todos los tamaños y colores. A Josebita le enseñaron desde pequeñito que cuando uno va de visita no debe de hacer ascos a la comida que le ofrezcan. Y yo siempre he sido muy correcto en la mesa. En la mesa, y en la cama.
Y hasta tuve un novio. Uno más.
Salió mal, no podía salir de otra manera. Ya saben ustedes, la diferencia cultural y los diferentes momentos vitales y demás frases manidas.
Lo que ocurrió fue mucho más simple.
Josebita conoció a un chico, o más bien un chico conoció a Josebita, que yo nunca me entero de que gusto a nadie hasta que no me la están chupando. Las desventajas que tiene eso de ser rubio e intelectualmente inquieto. Uno nunca se entera de nada.
Un chico serio, formal, guapo, católico y de buena posición. Mi madre podía quedarse tranquila que, todo hay que decirlo, yo siempre pienso en mi madre a la hora de tirarme a un tío. La familia es lo primero, que yo soy gente de orden.
Un chico que me respetaba. Como debe de ser.
Que si viajes por todo Chiquitistán, que si cenas en restaurantes carísimos, de esos de vajilla de porcelana negra inmensa y porciones de mierda; que si ópera, no sé qué hostias le pasa a los maricones con la ópera, pero que siempre que me quieren enamorar me llevan a la ópera. Hay que ver cuánto daño ha hecho “Pretty Woman” a los rituales de apareamiento gays. Que si estrenos de teatro, que si recepciones, que si cocteles. Total, que yo me pasaba todo el puto día cogiendo aviones y de traje.
Y no me quejo, que yo de traje y de smoking estoy tremendo, pero de follar nada de nada.
Así como ocho meses. Hartito estaba ya de tanta sonrisa y tanta mirada de cordero degollado y tanto cogerme de la mano en el Metropolitan. Menos manitas y más mamadas.
A Josebita se le inflaron los cojones, nunca mejor dicho, y una noche de regreso de una de esas cenas con velas y reservado, en el ascensor o elevator, le cogió del cuello como a una zarigüeya y…
Lo demás es historia.
El chico perfecto tenía micropene. Pero micro. Micro de caso clínico. Micro de manual de medicina. Micro de la hostia, pues.
Un drama, un puto drama. De lo que ocurrió aquella noche, Tennessee Williams hubiera escrito una novela. O dos.
Lo demás vino rodado.
Un mail mal enviado a mi correo del trabajo, unas leyes que no permiten determinadas conductas sexuales a los funcionarios del gobierno, una semana en el calabozo, un incidente diplomático, una deportación, unas frases por teléfono. Lo típico y tópico.
Una pena.
Por cierto, me llamo Joseba. Y a Dios pongo por testigo que jamás volveré a tener un novio micropene; aunque tenga que matar, engañar o robar, a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a tener un novio micropene.
Fuente de la imagen de la portada: pixabay