El verano es un tiempo circular, una pausa en los deberes de la vida, la ensoñación, quizás, de lo que debe ser la vida alejada de obligaciones impuestas, con sus amores fugaces, sus luces rojas del ocaso y sus orillas plagadas de bañistas despreocupados, con sus vidas detenidas o en pleno ritmo de transcurso.
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Olga y yo mantuvimos la promesa de no hacernos promesas durante los cuatro días que duró su estancia en Zahora. Follábamos sin descanso, alojados en su habitación, donde yo terminé por trasladarme. Habíamos convertido una casualidad en el vicio insano de prolongar lo que sabíamos que habría de acabarse. Tal vez por eso, con expectación lasciva, contemplábamos cada día los atardeceres desde el faro de Trafalgar, como metáforas de que todo termina, nos excitaba volver a saber, una vez más, hasta qué punto todo era fugaz como el día que da paso a la noche, y volvíamos al hotel devorándonos por el camino hasta llegar a la habitación ciegos de deseo y sin poder disimular, ante el resto de la clientela que apuraba sus cócteles en las terrazas, la urgencia con que nuestros cuerpos se hablaban, geografía incontenida entre telas de verano.
No nos lo dijimos, ninguno expresó su más firme intención de seguir correspondiéndonos cuando hubiese acabado el verano, aquel tiempo que dejaba todo lo demás en un suspenso. Dormíamos abrazados, extasiados, con los sentidos claudicados al envite que suponía el combate librado por dos fieras que se engullen la una a la otra sin ningún tipo de reservas, ni restricciones del más animal de los instintos. Desayunábamos en la cama con la llegada de la luz penetrando como un cuchillo la ventana abierta. Parecía como si la ingesta de alimentos no fuese más que una necesidad de recobrar fuerzas para volver a entregarnos a la furia, a la pasión desenfrenada.
La última noche de Zahora supe que hay amaneceres que engendran despedidas que duelen como alfileres en los ojos. Jugábamos el último polvo con el riesgo de no llegar a tiempo, de que Olga perdiese su tren, pero acaso eso no nos importaba, inconscientes desafiantes de las leyes mortales que siempre imponen la cuchilla mortal de sus finales.
Aquella última noche no pegué ojo maldiciendo a todos los hombres que habían poseído el cuerpo de Olga, desde aquel que de manera torpe desgarró su himen la primera vez que nerviosa ella entregaba sus deseos a la carnalidad de unas manos, de un sexo ajenos.
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Sentía, por primera vez en mi vida, celos retrospectivos de aquellos que habían profanado la visión de la impecable escultura de su cuerpo desnudo, cuyos secretos habían de haber sido vedados para todo aquel que no fuese yo y contra quienes ahora sentía una insoportable sed de venganza, de justicia, por no haber sabido amar a quien había llegado tan repentinamente a mi vida derribando de un soplo todos los escudos protectores y sin dar tiempo siquiera a que el amor anticipase sus heridas.
Odiaba a los amantes de una noche que en la oscuridad del asiento trasero de sus coches habían malgastado el tiempo preocupados en su propio placer sin descubrir apenas la maravilla que ante ellos se abría, como si ella pudiese ser cualquier otra muchacha con la que saciar un simple apetito.
A mí me parecía imposible que de improviso me hubiese sido regalada, sin condiciones ni límites, la piel que me gustaba descubrir en cada ocasión que la desnudaba. Me gustaba ser yo quien la despojase de la ropa dejando caer sus bragas en la orilla de la cama, apreciando su cuerpo al milímetro, sin dejar un solo resquicio sin posar mi boca sobre él, contemplarlo admirándolo como quien subyugado admira el realismo de una escultura de Bernini o la sobriedad estética de la Victoria de Samotracia. Su cuerpo parecía esculpido por las manos de un perfeccionista y mis manos repasaban cada accidente del contorno con el tacto suficiente para medir su temperatura. Pocas veces me había entregado a una mujer procurando su placer y olvidándome del mío como lo hice aquella mañana, aquel despertar en que ambos sabíamos que su tren salía apenas dentro de unas horas.
Contemplarlo admirándolo como quien subyugado admira el realismo de una escultura de Bernini
Si hubiese sido la habitación de mi casa, y no de un hotel, no habría abierto las ventanas en una temporada para que el olor a sexo prolongase su presencia allí. No habría lavado mis dientes con dentífrico para prolongar el sabor de sus fluidos en mi boca. La memoria de los sentidos es volátil y fuga con la rapidez con que un incendio arrasa el bosque.
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Apostado en el andén de una estación diáfana, ahora veía alejarse un tren que se llevaba todas las promesas que no hicimos y todos los soles de Zahora.
Qué inútil la esperanza de lo eterno.
Autor: @fontanerodelmar.