Me han invitado al estreno de la película “La Bruja”. No voy a ir.

Hace años yo tuve una relación con una bruja, con una de verdad, con una de las buenas. Se llamaba Miss Pinkelton y era británica. No usaba escoba y era tan guapa como Isabelle Adjani. Una puta belleza. Jamás supe la edad que tenía, pero era mayor que yo. Siempre son mayores que yo. Nos conocimos en una librería de la calle Génova. Yo buscaba una edición concreta de “Love´s  Labour´s  Lost” de Shakespeare. Lo demás vino rodado.

Sin darme cuenta estaba sentado en el Chester de cuero del salón de su casa, entre alfombras persas del XIX, óleos de la escuela de Vicente López y bustos egipcios de Tutmosis III. Y, sin darme cuenta, terminé comiéndome una caja de fresones de Huelva en su coño. Todo muy elegante y muy british y eso.

Mucho viaje a Belgravia y al Peñón. Miss Pinkelton era abogada, especializada en derecho naval, y trabajaba para el Gobierno de Su Majestad. Mucho estilo Adams y mucho Tom Ford. Mucha disciplina inglesa. Pero mucha. Mucha. Miss Pinkelton siempre me hizo reír, y yo siempre he dicho, que si alguien me hace reír, me tiene ganado. En todos los sentidos.

Nunca dormimos juntos. Ni siquiera en los viajes en los cuales le acompañe a Londres o al Peñón. Nunca. Miss Pinkelton roncaba más que el Diablo. Roncaba como una hija de Satanás. Como una hija de puta. Y, además, a mí me cuesta dormir con alguien. Me cuesta mucho. Solo duermo abrazado si estoy enamorado. Cuando uno duerme es vulnerable. Con eso está dicho todo.

«Acabé en su casa entre alfombras persas». | Fuente: Wikipedia.org.

Miss Pinkelton tenía una señora jamaicana que le ayudaba en las tareas domésticas. Una criada de toda la vida. Jacqueline. Jacqueline era de color. Más negra que el mango de un machete, cojones. Fumaba marihuana y creía en los ¨loas”. Como buena jamaicana.

Pues eso, Jacqueline y yo nos fumábamos unos porros de infarto y, al primer golpe de vista, reconoció mi pasado en una casa de Santo de La Habana.  Nos entendíamos con mirarnos. Y así pasaron los meses. Miss Pinkelton y yo a lo nuestro, que si rituales de wicca, que si pinzas para los pezones, que si me prefieres el cuero o el látex, que si arnés va, que si arnés viene. Y Jacqueline limpiando nuestros aquelarres. Lo normal.

Una noche, mientras Miss Pinkelton y yo estábamos a lo nuestro en el salón, apareció el marido de Miss Pinkelton. Después de más de medio año, me enteré de que estaba casada. Si hay algo que me aburre en ésta vida son los maricones casados y las parejas abiertas. El marido de Miss Pinkelton entraba de lleno en ambas categorías.

Resumiendo: Me llevé a los dos a follar en el cuarto de baño, que los “water sports” de toda la vida de Dios hay que hacerlos en la ducha, y después de una buena sesión les dejé esposados a la ducha. Por supuesto me encargué de que cada uno de ellos se tragara las llaves de las esposas del otro. A pollazos, pero se las tragaron. Y él, de propina, se quedó con el bozal de dominación puesto. En el fondo soy un buenazo.

Y salí de la casa y de la vida de Miss Pinkelton igual que había entrado. Sin darme cuenta.

Hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de Jacqueline a la mañana siguiente y oír sus risas. Estoy seguro que se fumó un porro a mi salud y a la del Barón Samedi.

Por cierto, me llamo Joseba.

Autor: @josebakanal.

Imagen de portada: Pixabay.com.

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