Ahora que ha comenzado el verano paso muchas noches en la terraza del ático de mi vecina Javiera. Desde que una noche salvé a Javiera de recibir una paliza por parte de uno de sus “amigos” me está muy agradecida.
Tierno verano de lujuria y azoteas. Yo suelo llegar de trabajar sobre las 22:30, a un Lavapiés que cada día se asemeja más a la Lisboa de “Sostiene Pereira”, un Lavapiés engastado de cuestas y fragmentos de cristales rotos como las ilusiones de un primer amor.
Suelo comprar una botella de Rioja en la tienda del señor Ibrahim, el de las flores del Corán, en la calle que hace esquina con mi casa, que para algo soy de Calahorra. Y, luego, despacio, a paso lento, voy subiendo las escaleras del edificio de 1880, en el que vivo, como si fuera Jacob.
Luchando con mis propios ángeles.
Mi vecina Javiera vive en el ático del edificio, que más que un ático parece un palomar. Por lo chico y por la de plumas que tiene. Suyas, y alguna que otras, mías.
Javiera me tiene la casa que parece la habitación de soltera de David Bowie. Excesiva. Pero que puedo esperar yo de una actriz transexual gaditana de 54 años. Lo raro sería que me tuviera la casa como Audrey Hepburn en “Historia de una monja”. Ni a ella ni a mí nos va el rollo monacal, excepto aquello en de lo que el hábito no hace al monje.
Y ambos solemos ir en traje de batalla. Es lo que tiene haber dado la vuelta mundo, y no, precisamente, en 80 días. Las veladas con Javiera me recuerdan mucho aquella película de Marcello Mastroianni y Sofía Loren, “Una giornata particulare”, en la cual se encuentran una mujer, de mediana edad sobrepasada, y un maricón, que ha visto demasiadas cosas, en la Roma de Mussolini.
Una película que debería de ser materia de examen en todos nuestros institutos.
Una película, que al igual que Javiera, me ha enseñado, y le he enseñado, a escuchar la biografía del silencio, de nuestros silencios. Al menos, eso sostiene Pereira. Y Javiera.
Por cierto, me llamo Joseba.
Autor: @josebakanal.