Cuando te encuentras considerando practicar sado te das cuenta que lo único que nos limita en la vida es nuestra mente, porque todo es realizable.
Definitivamente cada individuo establece los límites y no importa el nivel de compromiso o intimidad –que no es ni remotamente lo mismo–, debe existir cierta confianza y conexión para permitirte experimentar sensaciones que quizá te lleven y lleven al otro al límite.
No podré revelar mi ‘fuente’ en esta ocasión debido a que compartió conmigo sus experiencias en calidad de confidencia, y la voy a honrar escribiendo este texto en primera persona esperando transmitir su concepto del sexo como cornisa en las experiencias humanas.
Quedamos en vernos a dos calles del motel que solíamos visitar después del trabajo, les daré algunos antecedentes: él es un hombre de carácter y sentido del humor ácido que desde que comenzó a mirarme en la oficina supe que deseaba estar conmigo, es como si no llevara ropa al trabajo porque de verdad que su mirada era de depredador. Él es la única persona de la que no me he quejado que de que me haga sentir desnuda, por el contrario, me excita la sola idea de que pudiera tocarme el cuerpo envuelto en ese estúpido uniforme.
Entonces entramos en el sitio en el que viviría mi primera vez de sexo duro, porque aún no sé de qué otra manera llamarle.
Comenzamos a besarnos con desesperación, con esa que sientes cuando estás con alguien que no deberías, una relación prohibida que lo vuelve aún más excitante. De milagro no me rompió las ropas, pero se sintió como si lo hubiera hecho, y cada vez me sonrojaba más y mis pechos querían tocar el cielo.
Las cosas con él solían ser divertidas, no era la primera vez que estaba con él, ese es mi punto. Todo con él era sexy y en la cama siempre llegamos al clímax (no que lleve la cuenta, pero sí cuenta). Pero esta ocasión fue distinta, me susurró en un volumen que apenas pude entender el “te amarraría” y yo le respondí aún más bajo “por favor amárrame”. No hablamos más y no fue necesario. A partir de ese momento ambos aprendimos a hablar sin emitir sonidos que hicieran sentido, simplemente nos miramos, con una inquietud aplastante.
Deseábamos estrenarnos en territorios nunca antes explorados para los dos. Lo primero que hizo fue encontrarle un uso al trapo que yo llevaba a manera de accesorio; ató mis manos con los brazos por arriba de la cabeza. El corazón se me iba a salir del pecho de lo fuerte y rápido que latía, el pecho se me pintó de rosa y luego de rojo, estaba que ardía toda yo, en llamas.
Mi dueño por esa tarde mordía fuertemente mis pezones y por momentos creía que me los arrancaría, sin embargo estaba tan caliente que lo dejé seguir y me excitaba cada vez más. Cogió mi blusa y me tapó con ella los ojos improvisando un antifaz. Yo seguía con los tacones puestos y eso me hacía sentir muy sexy y rica, así que decidí poner tenso el empeine para ejercer presión en todos los músculos, desde la pantorrilla hasta todo mi interior, de algún modo ese par me dio fuerza.
No me penetró en un buen rato, pero me daba los dedos y yo se los lamía y mordía, no vi venir que los metiera en mi vagina, pero después de un encogimiento repentino me hizo gritar con la sorpresa. Después me volteó bruscamente, comenzó a follarme por detrás dándome nalgadas y mientras más gemía, más duro me daba.
Continuamos así por unos minutos, me mordisqueó la espalda, en los huesos o dondequiera que hubiera un espacio de carne a su alcance, no podría decir que me dolía, era más bien una sensación distinta, como si de verdad yo fuera de su propiedad y él me estuviera dando mi merecido, siempre jugueteando con que me va a levantar el castigo. Podrá sonar enfermizo ese pensamiento no lo niego, pero en el momento parecía ser lo correcto.
En un momento me quitó la prenda que tenía tapándome los ojos y me miró, fijamente, como queriendo escucharme solo con la mirada. Fue un momento mágico porque le “dije” claramente que siguiera y que lo estaba disfrutando con cada fibra viva de mi cuerpo. Él entendió todo y me tomó por el cuello. Me apretaba intermitentemente y estaba atento a mi respiración y mis ojos, ya que con los ruidos era difícil saber si lo seguía disfrutando o no.
Elegimos implícitamente no hablar, ni durante ni después. Salimos de ahí cuatro horas más tarde, exhaustos y diferentes.
Llegando a casa repasé todo en mi mente y en mi cuerpo. Me encontré moretones claro, marcas en diversos sitios, pero de solo repasar las fotos mentales de lo recién ocurrido, me ponía húmeda de nuevo. Esas mismas fotos será mi recurso en lo que guardo nuevas, para recordar lo que yo puedo permitirme, lo que decido sentir.
Autora: Shantale Carrera
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