Aquel caso me estaba quitando la vida. Me absorbía más energía de la que nunca imaginé. Eran las 19.30 horas de un lunes cualquiera de un frío enero. La mesa llena de papeles, el teclado echando humo, me encontraba preparando los interrogatorios que tendrían lugar el lunes a la hora del juicio. Mi chaqueta reposaba sobre el respaldo de la silla, me había aflojado la corbata y tenía el primer botón de la camisa desabrochado.

El pelo estaba revuelto ya que no paraba de mesarme los cabellos mientras buscaba entre papeles las preguntas que me harían a ganar el caso. De pronto, sonó el portero automático. Miré el reloj, “Se han equivocado” pensé. No esperaba a nadie y no eran horas para que me trajesen paquetes o correos. Vuelve a sonar.

Me levanto enfurecido, como siempre que me interrumpen cuando estoy concentrado y descuelgo energéticamente el auricular, contestando más brusco de lo que resulta aconsejable cuando es tu negocio.

-«¿Quién es?» Nadie respondió, cuando me disponía a repetir la pregunta escuché un: «Soy yo, abre.»

Aquella voz. Me quedé paralizado, sorprendido, pero mi dedo actuó automáticamente, sin obedecer orden racional alguna y accioné el pulsador escuchando como se abría la puerta del portal. Mi cerebro se encontraba en blanco y solo acertaba a pensar “No puede ser.” Mi cuerpo se tensaba, la garganta se secó, mi corazón parecía una estampida de caballos salvajes.

Notaba cómo mi polla empezaba a crecer dentro de los ceñidos pantalones del traje. Escuchaba el sonido de la puerta del portal cerrándose, mezclado con el eco sordo que producían sus tacones al pisar los escalones. Era ella. Estaba aquí y yo no tenía tiempo ni de ver si estaba peinado.

 

Los pasos se detuvieron frente a la puerta de entrada y unos nudillos golpearon suavemente la puerta. Trague saliva y abrí, allí estaba. Ella. Los elegantes zapatos negros de tacón alto envolvían unas preciosas medias negras tupidas cuyo comienzo quedaba oculto por una falda negra ceñida, ni corta ni larga, pero lo suficientemente pegada para resaltar las curvas de aquella mujer, hembra de hembras.

Una sencilla camisa blanca dejaba sugería sin llegar a verse los adornos de ese sujetador de encaje que resaltaba unos pechos que explicaban el porqué de ese chaquetón abierto. Sobre el chaquetón caían de forma grácil aquellos tirabuzones rubios que deban forma a su melena, melena que rodeaba una cara de ángel, perfecta y preciosa sobre la que destacaban unos ojos en los que se leía el fuego que calienta el maldito infierno.

Todo en su justa medida, ni grande ni pequeño, simplemente perfecto. Si la tentación buscase un cuerpo en el que materializarse, sin duda hubiese escogido ese.

 -«¿Puedo pasar?» preguntó, supongo que al ver mi cara de absoluta perplejidad.

¿Eh? ¡Por supuesto! Menuda sorpresa. No te esperaba…» dije intentando aparentar normalidad y pensando para mis adentros: «No puedo parecer más gilipollas.»

Ella no dijo nada, simplemente sonrió mientras atravesaba el umbral quitándose el abrigo. Miró la oficina en la que nunca había estado con la seguridad de quien conoce cada paso que da. Observó el baño, la mesa de mi compañero y llegó dando pasos lentos pero seguros hasta el habitáculo que constituía mi despacho. Observó la mesa llena de papeles, los libros, y observó que las persianas se encontraban bajadas.

-«¿Esperabas a alguien?» preguntó mientras se acercaba a mí.

-«No, estaba trabajando en un pleito que…» No terminé la frase, sus labios ya estaban devorando los míos.

Instintivamente nuestras lenguas se buscaron, comenzaron a bailar una danza de saliva y deseo mientras mis manos se posaban instintivamente en su culo, firme, duro y jodidamente perfecto. Un culo por el que cualquier hombre hubiese entregado su vida a Satán y pasado el resto de su existencia en el más profundo de los infiernos.

Mis manos apretaban su culo y su cuerpo contra el mío de forma que a ella le resultase imposible no sentir el bulto que crecía y amenazaba con reventar mis pantalones. Nos separamos un instante en el que ella empujo mi cuerpo contra la pared y comenzó a desabrochar mi pantalón, mientras yo desabroché a toda prisa su camisa, pudiendo observar el contorno de sus pechos dentro de aquel sujetador de encaje.

Cuando mi polla, que no acierto a recordar un momento en mi vida en que estuviese más dura, se encontraba fuera de los pantalones ella se puso en cuclillas frente a mí y comenzó a devorarla con pasión, con ansiedad, mientras me miraba y se regodeaba. Aquella postura me permitió ver que no llevaba bragas y el mármol del suelo bajo ella reflejaba la humedad de la excitación que la envolvía.

Degustó aquella polla como si fuese lo último que iba a hacer en su vida, todo el tiempo que yo le permití, pues la tenía agarrada del pelo para ayudarla en la tarea y en un momento dado la subí para besarla mientras la arrinconaba contra el escritorio. Ella tiró de un manotazo todos los papeles del pleito y se subió la falda para sentarse en el borde de la mesa dejando al descubierto aquel bodegón de frutas prohibidas.

Me arrodillé con la vehemencia y piedad que muchas veces me han faltado en mis oraciones y comencé a recorrer con mi lengua el que sabía que iba a ser el viaje de mi vida. No existen palabras ni papel en blanco para describir su sabor ni el placer que me produjo escuchar sus gemidos de satisfacción cada vez que mi lengua pasaba por aquellos pliegues de lujuria y deseo.

Alcanzó el orgasmo allí mismo, sobre mi boca, elevando con ello mi espíritu a distancias que ningún mortal hubiese soñado jamás. Tras ello bajó del escritorio y me besó con una ansiedad enfermiza. El sabor de mi polla en su boca y de su flujo en la mía, entremezclándose en un maridaje perfecto, no hizo sino aumentar aún más la temperatura. Se dio la vuelta apoyando sus manos en el escritorio mientras me decía: “Fóllame… fóllame ya, cabrón.”

Mi polla jugaba a las puertas de su coño con movimientos circulares abandonando a ratos la entrada para rozar su clítoris y su ano, mientras mi boca susurraba obscenidades a pocos centímetros de su oído y le preguntaba maliciosamente “¿Quién es mi puta? ¿Quién quiere que me la folle?” Cuando el punto de excitación había superado el umbral de lo racional, mi polla se clavó en un movimiento largo y profundo hasta el fondo de su vagina.

Permanecimos así unos instantes mientras mis manos acariciaban sus pechos y pellizcaban sus pezones, duros como diamantes y ella comenzaba a moverse cada vez más frenéticamente. Mientras mi mano izquierda le sujetaba del pelo, el pulgar de mi mano derecha se introdujo en su boca, ella lo chupó, lo lamió y lo humedeció en medio de aquella vorágine de placer.

Calmé sus movimientos unos segundos para concentrarme en mi propia excitación, intentando aguantar el orgasmo para alcanzarla. Tuve que sacarla un momento y arrodillarme frente a su culo, devorándolo con ansiedad para ganar algunos segundos que me ayudasen a recuperarme. Sus gemidos podían oírse a kilómetros de distancia mientras le comía el culo, eso no ayudaba a bajar mi excitación.

Viendo que me iba a resultar imposible, subí y de nuevo clavé mi polla en aquella cueva de humedad y deseo. Mi dedo comenzó a acariciar la entrada de su ano y sin mediar palabra lo introduje y comencé a moverlo mientras con la otra mano sujetaba fuerte su pelo para controlar mis embestidas.

No fueron muchas. Quizás diez, quizás menos, cuando noté la humedad que se derramaba en su interior, acompañada de un gemido que desgarraba el corazón del más fiero guerrero, mezclada con el sonido de mi grito estertor al vaciarme dentro de ella y caer sobre su espalda.

 No voy a dar detalles de los besos, risas y caricias que continuaron. Ni de las miles de veces que lo hicimos a partir de aquel día. Pero nunca podré olvidar esa primera vez, tan esperada, tan deseada, tan perfecta, que fundió en uno el deseo de dos y selló una alianza inseparable hasta el fin de los días.

Autor: @vomitomialma

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