Quedé con Mel para cenar una noche del mes de julio. Hacía meses que no nos veíamos y unos días antes me había llamado para saber de mí, para ver con qué estaba ahora liado en mi desordenada vida. Otras veces, cuando hace tiempo que no sabemos el uno del otro, soy yo el que la llama, no tenemos problemas con eso. Bueno, ni con eso ni con casi nada.
Nos pusimos al día de nuestras cosas, con las risas y vaciles habituales entre nosotros, y me propuso quedar para cenar y tomar una copa, pero no una copa en cualquier sitio, quería ir a un local de intercambio o liberal, no sé cómo se llaman exactamente. Me dijo que se había informado y que podíamos ir a tomar algo y ver el percal, que no hacía falta hacer nada.
Me confesó que se moría de curiosidad y si no era conmigo, no iría «porque hay que tener cierta confianza con la otra persona y los tíos de mi entorno no son apropiados para estos menesteres y ya tú sabes». Me lo decía entre risas juguetonas cargadas de picardía morbosa. Se le da bien. Sabe siempre lo que quiere y cómo conseguirlo.
Es una tipa muy inteligente, de mente ágil y despierta, y su manera de entender la vida siempre resulta interesante. Puede hablarte de mil cosas y encima sabe escuchar. Es de esas personas que te encanta tener en esa parte de tu vida más privada, más secreta y personal, en la que se queda fuera toda hipocresía moral.
Nos encontramos cerca de su casa, en un bar de tapas para picar algo rápido. Cuando nos vemos después de un tiempo, nos saludamos con dos besos en las mejillas. Es curioso, porque luego acabamos siempre como en Sodoma y Gomorra, pero para nosotros es nuestro pequeño ritual y nos arranca siempre la primera sonrisa de niños traviesos.
Mel no quería perder tiempo, se notaba ansiosa por irnos rápido a vivir lo que ella llamó «la experiencia». Cenamos algo, comentamos un poco por encima cómo actuaríamos y cogimos un taxi. En el taxi, para ir metiéndonos en situación, empezamos el calentamiento nocturno con una pelea de lenguas. Es muy buena, siempre gana ella.
El taxi nos dejó en una calle solitaria de la zona alta de la ciudad, alta tanto en poder adquisitivo como en altura sobre el nivel del mar. Era una casa grande, con jardín, lujosa. Tuvimos que llamar al timbre y después de que la cámara de la puerta nos examinara, abrieron. Nos recibió un hombre joven y arreglado. Le explicamos que era nuestra primera vez y nos informó del precio y normas del establecimiento.
El trato era muy correcto y agradable. Nos acompañó enseñándonos las salas y explicándonos todo lo que necesitábamos saber para disfrutar al máximo «la experiencia». El sitio era impresionante. Se tiende a pensar que son lugares oscuros, casposos y cutres, llenos de depravados, y la primera impresión que te da al entrar es justo la contraria.
Había piscina cubierta y jacuzzis, zona chill out en una terraza exterior y un nivel de higiene impresionante, aparte de que las parejas no eran excesivamente mayores y estaban bastante bien. El hombre nos explicó que disponíamos de una taquilla con toalla y que se podía practicar sexo y nudismo por toda la propiedad, en el jardín o dentro de la casa.
Había también una zona de camas, cuarto oscuro, bar, apartados con tatamis y bambú y una sala con un sofá largo donde tres parejas daban rienda suelta a sus instintos primarios, en posiciones distintas, a la vista de cualquiera. Lo más llamativo que nos enseñó en la ruta fue una sala de sado, con un montón de artilugios para jugar, que acababan de inaugurar hacía poco.
Mientras el hombre nos iba guiando y explicando, había una pareja follando en el potro de castigo, a su rollo. En la misma sala, había también una cruz en X para atar, o ser atado, y poder devorar entera o castigar a tu pareja mientras queda inmovilizada. El cacharro tenía una especie de banco de madera para que el inmovilizador pudiera sentarse y estar más cómodo.
Mel y yo nos mirábamos sonriendo, sabíamos exactamente lo que estaba pensando el otro. A Mel le gusta follar tanto como el cachondeo, y tanto como me gusta a mí ella.
La entrada daba derecho a una consumición. Pedimos una copa y nos sentamos en la zona chill out. La gente sabía que éramos nuevos porque acababan de ver cómo nos enseñaban el local y porque éramos la única pareja que iba vestida, cuando todos los demás sólo llevaban una toalla como si estuvieran en una sauna.
También nos miraban porque se nos veía bien a los dos. Mel, físicamente, es una mujer impresionante. Sin tacones mide 1,74 y con tacones de 10 cm somos igual de altos. Evidentemente llevaba tacones, unos zapatos negros con taconazo. Iba vestida con un pantalón ceñido, también negro, que le marcaba las piernas bien formadas, curradas de trepar montañas, y acababan en un culo redondo y grande, sin ser excesivo, duro, muy duro.
Una camiseta blanca de tirantes, que dejaba adivinar su pecho voluminoso y bien formado, era lo que completaba todo su atuendo, que, junto a su melena rubia y lisa con flequillo de Cleopatra era imposible que no llamara la atención. Yo me describiré resumiendo: parezco un vikingo. Y con esa valkiria al lado, más.
Pedimos la consumición y nos sentamos en la zona chill out. Una de las parejas que estaba follando en el sofá largo cuando nos enseñaban el local, se sentó al lado nuestro y los dos nos saludaron sonrientes. No debían tener más de treinta años. Él era un chico fuerte, se notaba que hacía deporte; ella era morena de piel y muy guapa, con un cuerpo muy apetecible, pecho grande, vientre duro y culito de manzana.
Mel y yo empezamos a besarnos y sobarnos. Notaba, por sus gemiditos entrecortados, que se estaba calentando. Me preguntó si me apetecía ir a algún sitio de la casa y le dije que sí, que por supuesto. Entramos en el cuarto oscuro. Era una habitación que, como indica su nombre, no tenía luz, pero al rato, cuando se te adaptaba la vista, sí podías distinguir algunas formas, no era opaco.
Había una gran tarima baja para acomodarse. Nos tumbamos y no dejábamos de comernos la boca, uno desnudaba al otro hasta que nos quedamos sin nada de ropa. Se puso sobre mí, al revés, y empezamos un delicioso 69. Me encanta el coñito de Mel con ese piercing que lleva en el clítoris.
Al poco de estar allí, entró una pareja que nos parecieron el chico y la chica que nos habían sonreído antes. Se tumbaron a nuestro lado. Mel me pidió que me pusiera de rodillas junto a su cara, que me la quería chupar estando tumbada boca arriba. Escuché gemir a Mel y distinguí, entre penumbras, cómo el chico le tocaba una pierna y Mel le abría las dos, dándole permiso.
En ese instante noté unas manos que me magreaban el culo, con ganas, apretando fuerte, y una lengua que lamía mi espalda. Se me erizó el bello y mi polla se endureció aún más dentro de la boca me Mel. El chico enterró la cabeza entre las piernas de mi valkiria mientras ella gemía y pasaba su lengua por mis huevos. Yo estaba cada vez más cachondo, era todo tan… desinhibido.
La lengua húmeda fue bajando por mi espalda en la misma medida en que mi morbo iba creciendo. Las dos manos que no me habían soltado el culo durante todo el trayecto de la lengua, separaron mis nalgas y entonces noté cómo la lengua ágil y llena de saliva chupaba y lamía con hambre mi ano. ¡Dios!
Aquella morena, joven y bella, jugando conmigo a su antojo, haciendo sólo lo que quería, lo que a sus perversiones se le antojaban. Y Mel cada vez gemía más fuerte, entrecortadamente, sin dejar de lamerme, de devorarme. Yo no hacía nada en aquel cuadro sin luz, sólo recibir placer.
Las manos de la chica se clavaron en mis nalgas. Noté cómo presionaba con la punta de su lengua. Yo estaba a punto de explotar y sería intenso, eso se nota. Avisé a Mel, pero ella se la metió más mi polla en la boca y aceleró el ritmo, apretando los labios. No aguanté más. Me derramé a lo bruto. Sacudidas de placer me recorrían la espina dorsal mientras llenaba la boca de mi vikinga con mi semen caliente, ardiente por cómo estaba de excitado.
Al tragárselo, Mel explotó en un orgasmo más intenso aún que el mío, que aún tenía rezagadas convulsiones. Apretó las piernas contra la cabeza del chico hasta que su clítoris dejó de palpitar, entre gemidos y gritos de placer intenso.
La pareja desapareció como había aparecido. Fue como follar con dos fantasmas. No estábamos seguros de que fuesen la pareja que creíamos, pero daba igual. Nos quedamos tumbados un rato en medio de aquella oscuridad, solos, en silencio. Mel sonreía. No la veía, pero sabía que estaba sonriendo con esa cara de canalla que pone cuando se sale con la suya.
– ¿Nos vamos ya entonces, decías?, le pregunté.
– ¿Estás tonto? ¡Ni de coña, guapo! Tú esta noche eres mío y vas a estar al pie del cañón.
-Sí, bwana.
Me reí con la misma cara de canalla que pone ella cuando se sale con la suya, porque sabía exactamente a dónde quería ir. No iba a darle el gusto de proponérselo, me lo iba a tener que pedir ella… Pero eso lo explicaré el siguiente día, que si no esto se hace muy largo y tampoco es plan.