Salimos del cuarto oscuro y nos sentamos en la terraza exterior de la casa a recuperarnos y tomar un poco el aire. Estábamos acalorados, pero sabíamos que la noche no había hecho más que comenzar. Pedimos otra copa, con mucho hielo. Mel estaba sonriente, el sitio le gustaba, se le notaba. «Sólo a ver el percal, ¿no?», le pregunté, y ella, entre risas, respondió que sí, pero que el percal estaba muy bien.
Una chica se nos acercó y nos pidió un cigarro. Iba completamente desnuda, cuerpo con curvas generosas, ojos azules y una coleta larga, ideal para agarrar con giro de muñeca, pensé. Se puso a charlar con nosotros y nos preguntó si era nuestra primera vez. Le dijimos que sí. Nos explicó que su chico y ella era la tercera vez que iban a ese local.
Nos ofreció que si queríamos, ellos estaban dispuestos a jugar con nosotros, que tenían popper y que a su chico también le gustaba una enculada de vez en cuando: «si te va el rollo, puedes penetrarnos a los dos. Somos bastante sumisos y podríais hacer con nosotros lo que a ambos se os antojara. Pensadlo.» Le dijimos que en ese momento no, quizá más tarde, igual era demasiado vicio ya para haber ido solo a ver el percal.
La chica volvió a la mesa con su acompañante y empezó a acariciarle la pierna con su pie. Fue subiendo, mientras Mel y yo mirábamos, hasta que le apartó la toalla y asomó una polla grande, erecta y venosa. Paseaba sus dedos del pie por el tronco y la punta de aquel falo duro. Luego, con el empeine, le acariciaba los huevos y hacía presión contra ellos, y con su dedo gordo, bajaba y jugaba con ese culo que me acababa de ofrecer.
Se iba tocando los pezones, que tenía como bolas de acero por la excitación, y mordiéndose el labio mientras jugaba con la polla de su chico y nos iba mirando sonriendo, con cara de zorra. Mel estaba otra vez cachonda, tenía las mejillas rosadas y su expresión volvía a pedir guerra. Me dijo que aquella terraza le recordaba a la de un bar cualquiera, pero que en un bar cualquiera no podía hacer lo que estaba deseando.
Se me acercó al oído y me susurró: «si te la sacas ahora, te la chupo de rodillas delante de todo el mundo. Me pone muy perra que me vean comerme la polla gorda esa que tienes» y me lamió la oreja. Noté cómo se me hinchaba y endurecía el rabo al instante, solo escuchándola. Estaba emputecida y me encantaba. Me puse de pie y me bajé los pantalones hasta los tobillos. Mi polla salió como un resorte.
Me senté otra vez en la silla y Mel se puso de rodillas entre mis piernas. Se mordía el labio inferior y me la agarraba fuerte con la mano, la levantó para poder acceder con comodidad y comenzó a pasarme su pervertida lengua por los huevos y las ingles. «¡Me encanta olerte la polla, cabrón!». Luego, subió por el tronco y se paró en el glande, estaba lloroso, empapado de líquido preseminal.
Me miró de nuevo a los ojos y dijo: «me encanta que llore para mí, cerdo», y con el centro de la lengua, siguiendo con la punta de la misma, recogió mi humedad y la saboreó. Después se metió toda mi polla rocosa en la boca, se escuchaba el ruido de las succiones, me llenaba de sus babas y eso cada vez me ponía más salvaje. Comía con hambre de loba, de loba en celo, y lo gozaba, se le veía en los ojos, mirándome con toda la lascivia del mundo mientras me engullía y me apretaba las pelotas.
Le saqué las tetas de la camiseta de tirantes y se las sobé mientras me felaba dominada por el morbo. Instintivamente, le agarré la cabeza y empecé a mover la cintura. Llegué hasta la campanilla y a Mel le dio una arcada, pero me pidió que siguiera. Se levantó, se me acercó nuevamente al oído y me dijo: «Llévame al cuarto de castigo, por favor…».
Me puse en pie de un salto y me subí los pantalones. «Se han acabado las tonterías, te voy a dar lo que llevas pidiendo toda la noche… Te voy a reventar a pollazos. Se te van a calmar las ganas durante unos días». Íbamos caminando por los pasillos de la casa en silencio. La llevaba agarrada de la muñeca y notaba su ritmo cardíaco acelerado en mis dedos. Se dejaba guiar, mirando al suelo en actitud sumisa. Llegamos a la puerta de la sala de sado y le pregunté.
—¿Quieres que te follen otros?
—No. Quiero solo que miren, que me vean correrme como una perra mientras me follas a tu antojo.
—De acuerdo.
Nada más entrar en la sala la empotré de espaldas contra la pared, con una mano le sujeté el cuello y con la otra le frotaba fuerte el coño a través del pantalón. Le chupé la cara y le pregunté si iba a ser obediente, a lo que respondió con un sí largo suspirado. Me separé de ella y le ordené que se desnudará. En la sala había tres parejas, cada una en una zona, que habían advertido nuestra presencia.
Casi no hacían ruido para el lugar en el que estaban. Mel se desnudó completamente y se quedó mirando al suelo, esperando mi siguiente orden. Le hice que me desnudara también a mí y luego la dirigí hacia un potro de castigo que había en la esquina de la sala, era de esos que hacen estar inclinado hacia delante con la cabeza y las manos inmovilizadas por dos tablas de madera, éste también inmovilizaba las piernas manteniéndolas abiertas.
Una vez totalmente inmóvil, me puse delante de ella.
—Ahora vas a tragar polla como te gusta, sin manos y hasta el fondo.
Mel suspiró y abrió la boca. Comencé a embestir la boca de mi vikinga. Le daban arcadas y las lágrimas de esfuerzo le corrieron el rímel. Pedía más. Quería que no bajara la intensidad. Se la sacaba de la boca y le daba golpes con ella en la cara.
—Me la has dejado bien mojada, zorra. Te va a entrar sola.
Me puse detrás de ella y pasé mi mano por su coño. Estaba totalmente empapado, sus flujos corrían pierna abajo y al pasar mis grandes dedos por su piercing soltaba gemidos prolongados.
—¡Fóllame ya, por favor! Clávamela de un golpe —pidió desesperada Mel.
Yo tenía la polla como el granito. Hacía mucho que una situación no me excitaba tanto. Apunté el capullo hacia la entrada del chorreante coñito de Mel y de un golpe se la clavé hasta los huevos. Mel soltó un grito que se tuvo que escuchar en toda la casa. Me quedé un rato quieto, clavado en ella como Excalibur en la roca, y después de darle un azote fuerte en sus blancas nalgas que sonó casi como su grito y le dejó toda mi palma marcada, comencé a embestirla como un tren de mercancías.
Estábamos como poseídos. Mel gritaba y gemía como si fuera la primera vez que la penetraran y yo cada vez la embestía más fuerte y le apretaba, le aprisionaba el clítoris con mis dedos, que lo tenía hinchadísimo. La estructura entera del potro se movía como si se fuera a desmontar, pero no podíamos parar.
Le sacaba la polla y le aporreaba con ella el piercing antes de volvérsela a clavar de un empujón. Las tres parejas sólo nos miraban. Ellos tenían las pollas en los ombligos y ellas nos apuntaban con sus erectos pezones. Uno de los hombres hizo el gesto de acercarse y le dije que no con la cabeza. Entendió y volvió a su posición.
Mel estaba cada vez más fuera de sí, más excitada al ser observada dando rienda suelta a sus vicios, perversiones y caprichos. «¡No pares, no pares, fóllame entera, cabrón!» suplicaba entre gemidos entrecortados, «Méteme un dedo en el culo«. Me mojé el pulgar con saliva y se lo metí en su culo hambriento mientras aumentaba el ritmo de las embestidas. Soltó otro grito entre síes cada vez más fuertes.
«Te gusta estar bien dilatada por todos tus agujeros, que vean lo cerda que eres y cómo te folla tu macho, ¿verdad, zorra?», le iba diciendo mientras mi dedo pulgar iba ganando terreno. «Me voy a correr dentro del coño jugoso este que tiene mi valkiria». Al decirle eso, Mel gritó: «¡Me corro, hijo de puta! ¡Oh dios!». Fue nuestra primera corrida simultánea. Las contracciones de su coño apretaban y exprimían mi polla mientras soltaba potentes chorros de esperma caliente que la inundaban por dentro.
Las sacudidas de nuestros orgasmos se fueron apagando poco a poco en nuestros cerebros. Las parejas observadoras se marcharon cuando terminamos. Otra vez nos quedamos solos, el mismo día, en una sala de la casa del vicio. Liberé a Mel de su cautiverio. Ella me abrazó, apoyó su cara en mi pecho y le pregunté.
—¿Volveremos?
—¡Por supuesto!…Tenemos que probar a esa pareja de sumisos del popper. Y sonrió con cara de mala.
Nos tumbamos y nos quedamos relajados en aquella superficie acolchada de piel negra que había junto al potro del vicio. Los dos mirando al techo, oliendo a sexo.
Satisfechos.
Exhaustos.