Llegamos a los lavabos. No había nadie. Eran grandes, con la zona de lavabos común y las de urinarios separada. Entró en la de hombres a comprobar que no hubiera nadie y volvió a buscarme. Entramos en un váter de los del fondo, buscando alguna intimidad. Dejó la puerta abierta para tener más movilidad.
Me dio la vuelta bruscamente y me empujó contra la pared. Quedé con las manos apoyadas contra ella, en posición de registro policial. Levantó mi falda por encima de la cintura y se arrodilló frente a mi culo. Me lo agarraba fuerte y me lo magreaba con sus manazas. Mi coñito cada vez estaba más mojado.
Me bajó el tanga a medio muslo, abrió mis nalgas y metió su boca madura entre ellas. Jugaba con la lengua recorriéndome cada rincón, me penetraba con ella y me succionaba el clítoris con ansia. Yo estaba fuera de mí, no quería que aquello acabara, deseaba que aquel macho maduro se clavara en mí con aquella polla gorda que había tocado, pero aún no había visto ni probado.
Le hice parar. Ahora me tocaba a mí. Me arrodillé frente a él y le desabroché el cinturón, despacio, sin prisa, eso lo desesperaría aún más y me follaría más duro después. Le bajé los pantalones y apareció una polla enorme, erecta y dura como una piedra. Los huevos eran gordos y daban ganas de morderlos. Me la metí en la boca sin pensar, casi no me cabía.
―Así, zorrita, cómele la polla a papi ―repetía con la cabeza hacia arriba y los ojos cerrados, poseído por el placer y el vicio.
No podía dejar de chupar aquella polla. Le apretaba las pelotas mientras hacía presión con mis labios en su glande, y con la otra mano me iba frotando el coñito, que cada vez lo tenía más hinchado y sensible. No aguantaba más. Volví a apoyar mis manos contra la pared, me incliné dejando mi culito en pompa y le pedí que me follara, que me diera toda la caña que quisiera.
No me hizo esperar. Acercó la punta de su enorme verga a la entrada de mi coñito, me agarró fuerte de las caderas y me la metió de un empujón. Estaba tan mojada que resbaló hasta el fondo, notando como sus huevos me presionaban. Comenzó a embestirme como un animal mientras me iba diciendo guarradas.
Metía las manos bajo mi camiseta, sin parar de empotrarme, y me agarraba de las tetitas. Jugaba con mis pezones y pasaba a mi clítoris sin darme cuenta, parecía tener cinco manos. El madurito sabía lo que hacía. Cuando más calientes estábamos y cerca de llegar al primer orgasmo, entró el de seguridad que nos había visto conocernos y se nos quedó mirando.
―Disculpen, pero aquí no están permitidas estas prácticas ―nos informó con sonrisa canalla.
Los dos nos quedamos parados, mirando a aquel tipo, el sin salir de mí, y no sabiendo muy bien qué hacer. Yo estaba demasiado cachonda, no podía quedarme así. Se me ocurrió una locura, otra más esa noche… Ya, de perdidos al río.
―¿Por qué no me folláis los dos a la vez?
El guardia de seguridad se quedó un instante pensativo y después se dirigió hacia la puerta de los lavabos, la cerró con una llave maestra y nos dijo que nos acercáramos a esa zona, que era más espaciosa. Nos acercamos, nos desnudamos enteros los tres y me coloqué en el suelo a cuatro patas.
Mi madurito volvió a clavarme su gran polla, de rodillas detrás de mí, mientras yo comenzaba a felar a mi nuevo macho. Era un chico de treinta y tantos, rapado, fuerte, con una polla casi tan grande como la del maduro, pero depilada. Eso me gustó. Me encantan las pollas depiladas porque la puedes lamer todo lo que quieras sin tragar pelo.
Me agarró de la cabeza y comenzó a follarme la boca sin miramientos. Me daban arcadas, pero el chico no paraba y yo tampoco quería que lo hiciera. Me sentía la mujer más zorra del mundo, allí, el los lavabos de un aeropuerto, desnuda y follada salvajemente por dos machos extraños. Se fueron intercambiando la posición, me follaba uno y se la chupaba al otro y viceversa. Me había corrido ya dos veces cuando se escuchó por el walkie del chico:
―Javi, ¿dónde coño estás? Ven al puesto de control ahora mismo.
El chico dio un salto y agarró su walkie talkie.
―Ahora mismo voy. Estaba revisando los lavabos.
Se me acercó a la cara.
―Vamos, zorra. Me corro en tu boca y me voy.
Empezó a masturbarse frenéticamente a centímetros de mi boca. Yo la abría y le pedía que me la diera toda, que lo estaba deseando. Empezó a gemir, ya le llegaba. En ese momento me la clavó hasta la campanilla y comenzó a soltar chorros de espesa leche caliente que tuve que tragar para no ahogarme. Terminó y salió disparado a medio vestir, sin más despedida.
El madurito, que no había dejado de embestirme durante toda la corrida del guardia de seguridad, me avisó de que él también se iba a correr, que no aguantaba más, pero que se iba a vaciar dentro de mí. Eso me encendió más aún y, mientras él aceleraba el ritmo, me froté el clítoris con desesperación. Comenzó a gemir como un búfalo y noté cómo me llenaba con su líquido caliente. Exploté en el tercero de mis orgasmos y el mejor de la noche.
Nos vestimos y fuimos juntos hacia la puerta de embarque. Me tuve que apoyar en él porque me temblaban las piernas. Ya en el avión, cada uno fue a su asiento y no volvimos a vernos en todo el vuelo. En el aeropuerto de Colonia, a las ocho de la mañana, fuera de la terminal, lo vi cuando cogía un taxi.
Él no me vio a mí. Estuve observando cómo se alejaba y sonreí. Mi novio estaba llegando, me acababa de llegar un mensaje diciéndome que no tardaría en pasar a recogerme. Me esperaba una semana relajada en Colonia… Muy relajada.