Me llegaba la brisa de terrazas humeantes, llenas de sol y jolgorio, risas y carcajadas regadas con cerveza fría, y el ladrido de algún que otro perro de fondo, invitaban a mover mi imaginación y trasladarme a cualquier pueblo perdido de montaña. Me veía sentada en una roca, viendo la vida cómo corría delante de mí, impregnándome de olores a flores frescas y tierra mojada, como si no pasara el tiempo, la prisa no existía.

Tenía todo el domingo para mí sola, mi chico iba a estar un par de días fuera por trabajo y no tenía ningún plan alternativo mejor que pasarlo conmigo misma. Así que, abandoné por unos minutos mi estado bucólico y fui a servirme una copa de vino blanco. Lo iba a tomar tumbada al sol; no tengo casa en el campo, pero sí una terraza de veinte metros, en un ático en Barcelona que me permite tomar el sol y desconectar de vez en cuando. Encendí incienso y puse jazz de fondo. Una vez tumbada en la hamaca, di un sorbo a la copa, me acomodé y cerré los ojos dispuesta a viajar donde mi subconsciente me quisiera llevar.

A los diez minutos, el estridente sonido del timbre me devolvió a la realidad. No esperaba a nadie. Lo ignoré, «ya se cansarán de llamar».

De nuevo volvió a sonar. “¿Quién será el pesado?”

—Vooy, ¡ya voy! —grité desde la hamaca y me levanté ofuscada.

Fui hacia la puerta y la abrí sin pensar, era un cuarentón atractivo con aire despreocupado. En el momento en que sus ojos se cruzaron con los míos, recordé que iba desnuda, sólo me tapaba la braguita del bikini.

—Disculpa que te moleste, soy el nuevo vecino.
—¡Mierda! Uhm… Enseguida vuelvo.

Cerré la puerta de golpe y salí disparada a buscar algo con lo que taparme. Me anudé un pareo al cuello e intenté tranquilizarme antes de volver a abrir. No sé por qué, pero me puse nerviosa al notar su mirada fija en la mía y, a pesar de mi desnudez, sólo había habido un intenso cruce de miradas. No sabía exactamente qué pretendía decirme el instinto con aquel nerviosismo repentino, pero me intrigaba muchísimo descubrirlo.

—Hola. Perdona por el recibimiento, estaba tomando el sol y olvidé por completo la ropa.

—Perdóname tú a mí por molestarte. Además, debería ser yo quien te diera las gracias, hasta ahora nunca me habían recibido así.

Empezamos a reírnos y fuimos rompiendo el hielo tras esa situación tan incómoda.

—No me he presentado soy Álex, el nuevo vecino del piso del sobreático.

—Yo soy Indira. Encantada Álex.

Nos dimos dos besos, pero no los típicos besos al aire por compromiso, sino dos besos mullidos y a pocos centímetros de la comisura de los labios. No entendía qué estaba pasando, pero esa sensación me gustaba.

—Verás, estaba pintando y se me ha caído el pincel a tu terraza. Lo siento, la falta de inspiración a veces me hace torpe —me dijo entre sonrisas.

—No te preocupes, entra y cógelo tú mismo.

Nos dirigimos hacia la terraza. Se agachó para recoger el pincel y bajo su camiseta blanca se podía ver el final de una espalda fuerte y morena. Se intuía también un culo redondo y duro bajo unos vaqueros desgastados que tan bien quedaban en un cuerpo como el suyo. Era un culo de esos que dan ganas de apretarlo fuerte con las dos manos mientras te muerdes el labio con el colmillo y sueltas un “Mmmm!”.

—Así que eres pintor —le dije para disimular mis pensamientos lascivos.

Soy fotógrafo. La pintura es sólo un hobby que me apasiona. No soy muy bueno, pero   lo intento.

Pinceles

Era imposible evitar aquellos pensamientos, despertaba una atracción en mí que cada vez me costaba más controlar.

—Estaba tomando una copa de vino, ¿te apetece acompañarme?

—Sí, por qué no. La pintura puede esperar, que, como te decía, no soy tan bueno y este plan me inspira muchísimo más —acabó diciendo con sonrisa traviesa.

Mientras volvía con el vino, vi cómo me repasaba de arriba abajo con mirada penetrante, como si aún estuviera desnuda. Hacía mucho tiempo que no notaba escalofríos con ese tipo de mirada y él lo estaba consiguiendo.

Le extendí la copa y fue en ese momento cuando me cogió la mano con fuerza y me atrajo hacia él dejándome a un centímetro de su boca. La apoyó encima de la mesa y, acercándose a mi oído, me susurró con voz grave y autoritaria que me pusiera de cara a la pared. Mi excitación estaba llegando al límite y el muy cabrón lo sabía. Era incapaz de negarme.

Sin decir nada más, me giró. El pareo cayó a mis pies mientras notaba su aliento húmedo y sediento recorriendo mi cuello. Bajó su lengua por mi espalda hasta llegar a la braguita, que me arrancó de un tirón con los dientes. Después, llevó sus manos suavemente a mis pezones, erizándome la piel, y al notarlos duros empezó a apretarlos con fuerza.

Yo iba arrimando el culo a su pene con suaves movimientos. Lo notaba durísimo en mi espalda, parecía que iba a reventar, necesitaba cogérselo y no podía esperar más. Me arrodillé, le bajé los pantalones y salió de golpe. Tenía una polla perfecta, depilada y con alguna vena marcada que la hacía más apetecible. La cogí de la base con una mano, lamiéndole el glande con la punta de mi lengua, mientras le mirada a los ojos con ansia de vicio.

Jugueteaba con ella, dándome golpecitos en los labios, metiéndomela entera en la boca… ¡Uf! No podía parar, y él tampoco. Me levantó, rodeé su cintura con mis piernas y me abracé fuerte a su cuello. Metió su lengua de manera agresiva en mi boca, cogiéndome fuerte del pelo, a la vez que metía toda su polla dura en mi coño.

Lo tenía empapado y, a pesar de su tamaño, no le costó entrar. Se adaptaba perfectamente a los pliegues de mi vagina. El ritmo iba aumentando hasta el punto de follar como salvajes. Los gemidos se acoplaban perfectamente al vaivén de los cuerpos y la mezcla de sudores lo hacía mucho más morboso.

—¡No dejes de follarme así, cabrón!

Mi súplica lo puso aún más perro.

—No. ¡Ponte a cuatro patas!

Tenía el coño hinchado, no dejaba de palpitar, quería más polla. Me puse a cuatro patas, con el culo en pompa y la cabeza medio ladeada (me pone muchísimo ver la cara de cabrón de los tíos cuando me la clavan), pero apenas pude vérsela. Me agarró fuerte del pelo, tirando de mi cabeza hacia atrás, clavándomela de golpe. Me embestía de tal forma que sus huevos rebotaban en la entrada del coño. El orgasmo estaba cada vez más cerca.

Orgasmo

—¡No te corras! Ahora vas a comerme la polla, porque lo siguiente que haré será follarte el culo. Voy a dejarte toda la leche dentro, ¡perra!

—¡Joder! ¡SÍÍÍÍÍÍ! —gemí durante un largo e intenso orgasmo. Aquellas palabras me hicieron estallar y no pude reprimir más todo el placer acumulado.

Él seguía con el pene erecto, observando mi momento de placer. Me acariciaba con sus fuertes y a la vez delicadas manos. Mi excitación no disminuía, quería más, mucho más. Lo llevé hacia la habitación, y una vez allí, lo empujé y cayó de espaldas sobre la cama. Me senté encima y empecé a cabalgarlo como una perra. Él me agarraba fuerte del culo, ayudando a que los movimientos se acompasaran: “joder zorra, ¡no pares!”. Estaba a punto de perder la conciencia cuando, de repente, saqué la polla y me puse a cuatro patas ofreciéndole el culo, quería notar su semen caliente dentro de mí.

—Te vas a correr aquí dentro, ¿verdad cabrón? ¡Dímelo! !Quiero que me lo digas!

—»¿Esto es lo que quieres?»—me dijo penetrándome el culo.

No aguantaba más. Le grité mientras me masturbaba.

—Lo que quiero es notar tu leche caliente, ¡dámela ya!—le grité mientras me masturbaba.

Después de varias embestidas, su polla empezó a dar espasmos a la par que mi coño, y a vaciarse dentro. Caí exhausta sobre la cama sin ninguna otra preocupación. “No sé muy bien cómo ha llegado a pasar, pero no me arrepiento…”, pensé. Y me quedé profundamente dormida.

Al despertar ya no estaba, y empecé a imaginar cómo sería que se le cayera el pincel en el ascensor.

Autora: @VeritaLibera. 

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