Ninguna vía es de alta velocidad cuando la urgencia del deseo oprime la voluntad ciega de viajar a una ciudad extraña en busca de quien ha satisfecho cada instinto primario con la pasión animal con la que dos extraños follan sin descanso. Eso éramos en realidad Olga y yo, dos extraños unidos por la lujuria.
Los meses sin ella se habían acumulado sin dejar de ser preso de la excitación cada vez que la recordaba en aquella habitación de Zahora, desnuda y ofreciéndome su cuerpo, atacando el mío con la fruición de una bestia salvaje, invadiéndonos como dos desconocidos que nos respetan ningún tipo de ley corporal.
En el asiento de aquel tren que circulaba a 300 km/h desde Cádiz hasta Madrid mi erección pedía paso mientras intentaba disimularla visualizando a Olga, las fotos que me había enviado desde entonces o aquellas sesiones de videollamadas compartidas donde seguíamos estimulando el deseo.
No me lo pensé. Ni siquiera la avisé. Compré el billete y partí hacia Madrid después de que ella me hubiera dicho más de una vez las ganas que tenía de volver a verme. Quería darle una sorpresa.
Sabía dónde encontrarla. En más de una ocasión se había referido a los bares que frecuentaba por los barrios de Malasaña, Chueca o Huertas, así que me instalé en el centro de Madrid y ya desde el hotel empecé a conversar con ella a través del whatsapp sin revelarle que volvíamos a estar tan cerca el uno del otro, con la simple intención de no buscarla a ciegas. No se lo imaginaba y durante la conversación desveló sus planes.
Aquella noche acudiría a un recital poético en el María Pandora, en la Plaza de la Vistillas, al que yo me dirigí comenzado ya el evento, no quería que me viera antes de empezar. Llegué callejeando con la ayuda del Google Maps y desde la barra pude verla entre la gente, sentada y atenta agarrando un botellín de Mahou mientras los poetas iban pasando por su lectura.
Cogí una servilleta y pedí un bolígrafo al camarero con el que escribirle un mensaje. Firmé en aquel papel: “Mira hacia la barra, no aguantaba las ganas de volver a comerte el coño”. Y se lo entregué al camarero dándole la instrucción exacta de la destinataria de aquel mensaje.
Pude ver cómo se lo entregaba, cómo se giraba casi sobresaltada sobre su silla y cómo abrió los ojos como platos mientras yo daba un trago a mi cerveza como saludo. Volvió a girarse sin más gesto y continuó prestando su atención al evento hasta que se dio por concluido y ambos fuimos al encuentro el uno del otro.
– Qué capullo, no me esperaba esta sorpresa…
– Tenía ganas de verte y muchas más de eso que acabo de escribirte en la servilleta.
– Has llegado la noche correcta. Ven conmigo, me están esperando en casa.
Cogimos un taxi y nos dirigimos hacia su casa. En un principio temí que quien fuese que la esperara ante mi encuentro tuviese un aspecto formal, ceremonioso; pero en el taxi comenzaron de nuevo los besos, las caricias por encima de la ropa mientras el conductor miraba a través del espejo interior y rodeaba las calles no con la única intención de aumentar el taxímetro, sino también de prolongar su presencia en aquel espectáculo.
Subimos las escaleras llevados por la prisa y no pude creerme lo que vi al entrar en aquel piso. La que deduje que fuese su compañera follaba en el salón con otro hombre que lejos de asustarse ante nuestra irrupción, cesaron su ritual por un instante y sonriéndonos comentaron que no esperaban mi presencia.
Ante la puerta me sentí petrificado, no sabía cómo actuar mientras observaba a Olga desvistiéndose en dirección hacia los amantes, tumbándose junto a ellos acariciándolos e invitándome a unirme al grupo. No iba a decir que no, aunque fui directamente a por ella.
Terminamos de quitarnos la ropa con urgencia mientras nuestros compañeros comenzaban a interactuar con nosotros. Olga enseguida dejó de priorizarme y vi cómo llevada por una mirada lasciva fue directa hacia la polla de aquel desconocido. Yo no quise quedarme atrás y me dispuse a cumplir con la amenaza de mi servilleta. Metí mi cabeza entre sus piernas y empecé a lamer ese coño que tanto me gustaba. Sentí una mano sobre mi polla dura, su compañera de piso había empezado a jugar conmigo.
Me sentí enseguida el convidado viendo como ellos funcionaban como una máquina perfectamente engrasada, no había duda de que no era la primera vez que compartían sus cuerpos, yo me dejaba hacer pero de alguna manera sentía envidia de aquel tío cuyo sexo desaparecía en la boca de Olga. Cuánto tiempo deseando esa boca, cuántas fantasías imaginando aquella lengua recorriendo mi glande, a veces incluso parecía sentirla, que la piel guardase la memoria de aquellos días en Zahora.
Afortunadamente, no tuve que esperar demasiado. Olga dejó de jugar con aquel hombre y se dirigió hacia mí. Su compañera ya había comenzado la mamada pero yo la deseaba a ella, quien de inmediato agarró mi polla arrebatándosela y mirándome con el deseo que sólo ella sabía poner en esos ojos.
Mientras lamía todo el tronco la otra mujer no se rindió y se centró en mis testículos al tiempo que se ponía a cuatro patas entre mis piernas, Olga a un lado dirigiendo la mamada. El otro hombre entendió aquella jugada y colocándose detrás la penetró. No pude aguantar aquel momento, preso de la excitación descargué todo mi semen en la boca de Olga. La otra chica, mientras era follada, se dedicó a limpiar con su lengua todo aquello que quedó fuera.
El hombre descabalgó a su compañera y acto seguido ella se sentó sobre mi cara poniendo su sexo a la altura de mi boca. Olga se tendió sobre el piso y él empezó a follarla con fuerza mientras ella gemía. Se corrió sobre su pecho a la vez que aquella mujer lo hacía sobre mi boca extasiada ante las lamidas en su clítoris.
Dejaron para el final el mejor momento. Ambas mujeres se apartaron y Olga se dejó lamer por su compañera quien sabiamente supo manejar la situación y los tiempos para regalarle el orgasmo que yo hubiera querido darle. Pero aún quedaba mucho fin de semana por delante…