Había estado con muchos hombres en mi vida. Mayores, menores, casados, viudos, solteros, altos, pequeños, gordos y delgados. Incluso mujeres. Mis experiencias iban más allá del sexo convencional y para esos momentos ya había probado diferentes sensaciones. Ocultaba en mi habitación un sin número de juguetes sexuales y, aún así, confieso nunca haber experimentado un orgasmo.

Nunca me consideré frígida, pues el sexo me parecía una comunión de piel y deseo. Maravilloso. Y pese a mis múltiples encuentros y fantasías, no lograba saciar esa sed. Yo quería gritar como las mujeres de las películas porno, yo quería que mi sexo escurriera y latiera, yo quería estremecerme y pese a mis intentos, nunca lo logré.

“Solo tienes que concentrarte” decían. Fui a clases de meditación. El estrés de mi vida quizá estaba afectando mi vida sexual. Pero ¿cómo podía saberlo, si incluso en mi adolescencia, mis aventuras terminaban con un falso final?

Sin resultados, abandoné la meditación. Harta de buscar aquel milagro, me resigné y abandoné también a mis amantes. No quería volver a saber nada del tema y guardé un luto sexual de por lo menos un mes. Evité el tema a toda costa.

La abstinencia fue una mala decisión. Le sumé a mi estrés la desdicha y entró en mí una nueva sensación. Había evitado por años caer en una obsesión que ahora me había arrojado en una laguna de ansiedad y depresión. ¿Por qué no podía sentir lo que mis amigas? ¿Por qué no podía desvanecerme en el placer? ¿Acaso había algo malo con mi cuerpo? ¿Sería incapaz de poder sentir esa sensación? Ahora se convertía en un tormento.

Una tarde después del trabajo, llegué a mi apartamento con la vista perdida al infinito. El clima estaba viciado de calor mientras el cielo se forraba de nubes negras. Me tumbé en la cama y escuché la caída de las primeras gotas de lluvia sobre el ventanal. Mis brazos se encontraban abiertos y continuaba sin parpadear.

Entonces me puse de pie. Lancé las zapatillas por el suelo y me quité el vestido rojo que llevaba puesto. En un solo movimiento, me quité las bragas y quedé totalmente desnuda frente al espejo. Un par de lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas y entonces volví a tenderme sobre la cama.

Tomé un dildo que guardaba en uno de los muebles próximos a mi cama y comencé a jugar con él sin penetrarme. Comencé a humedecerme. Una vez lista, lo introduje en mí. La sensación era deliciosa, pero fugaz. Entonces comencé a penetrarme con furia.

Un destello inundó mi mente con el recuerdo de una película porno, una escena donde la mujer era estrangulada por un tipo mientras la embestía. En su momento me había parecido un gesto agresivo y muy peligroso y ahora me encontraba deseosa de que alguien lo hiciera conmigo. Ya no me importaba el dolor.

Alcance de mi bolso la fina mascada negra que había usado ese día y la até a mi cuello. Un frío familiar recorrió mi cuerpo. Era una sensación conocida pero que ahora percibí más intensa. El juguete seguía dentro de mí y comenzó a vibrar. Una de mis manos comenzó a tirar con fuerza de la mascada.

Mis piernas se retorcían en la cama y comencé a sentir una inundación dentro de mi. Nunca había tenido problemas para lubricar, pero en aquel momento sentía como escurrían gotas de mi. Entrecerré los ojos. Era la mezcla perfecta entre una tortura y un deleite. Vislumbre los flashes del cielo que anunciaban la tormenta y mientras los estruendos hacían retumbar los cristales de mi habitación, mi cuerpo era poseído por un tipo de energía salvaje.

Mi boca era incapaz de emitir sonido alguno. Mi cuello se quebraba mientras más tiraba de la fina tela. Comencé a sentir más humedad de la habitual entre mis muslos. Pese al calor viciado de la tarde y del departamento, mi cuerpo estaba frío y los escalofríos comenzaron a asfixiarme también. De pronto, comenzaron a brotar lágrimas en mis ojos. Era feliz.

Cerré los ojos y pude visualizarme. Era como si me hubiera desprendido de mi propio cuerpo y me hubiera elevado. Veía como mis brazos se habían elevado sujetando firmemente la mascada. Mi rostro estaba teñido de color rojo y se encontraba húmedo por las lágrimas. Mientras tanto mis pezones se encontraban erectos y el resto de mi piel brillaba erizada. Mis piernas continuaban serpenteando y mis caderas se movían frenéticamente. Había mojado por completo la ropa de cama y mientras el dildo continuaba moviéndose, la humedad seguía brotando de mi sexo.

Cuando el éxtasis llegó, mis ojos se abrieron por completo y mis manos jalaron con más fuerza el pedazo de tela. Mi espalda se arqueó, levantando mi torso unos segundos y mis piernas cayeron completamente estiradas.

-Pobre- pensé. No había señales de vida en aquel cuerpo inerte. Me imaginé como nota de primera plana en los periódicos amarillistas. Me abracé por última vez a ese cuerpo y ahí fue cuando noté que la muerte había valido la pena, después de ver la sonrisa siniestra con la que me había despedido de este mundo.

Twitter: @KARLAGORE

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2 comentarios en «La petite mort»

  1. Nada más siniestro que usar la vía de crear placer y vida, que recurrir a esa para llegar a la muerte. Mucho mejor que ese camino tenebroso es; subir por el camino del placer y «caminar por la cornisa» o Edging como creo dicen los ingleses.
    Si caminas por la cenefa sin caer en el punto de no retorno, podrás con práctica acercarte cada día más, hasta que un día, tu cuerpo te regale un orgasmo seco, que; no te producirá refracción, y lo podrás repetir tantas veces como tu cuerpo aguante.
    ¡Que me vas a hablar de pequeña muerte!;
    Si yo lo he gozado como el estallido de una super nova, durante siete veces en un día.
    ¡Y que bien me he sentido!…

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