El pasado viernes a las ocho de la tarde ponía rumbo a mi segunda fiesta BDSM. Recogí a Marta, una chica de la comunidad ,que conozco y que también venía a la fiesta.
Tras cuarenta minutos llegamos a nuestro destino: un chalet de una planta cuyo jardín se había convertido en zona de acampada y cuyo salón era ahora una mazmorra para «jugar» en público con varios muebles temáticos.
La fiesta tuvo lugar durante un fin de semana de julio, en un pueblecito de la provincia. Aunque la celebración sería el sábado por la noche, los dueños de la casa dan la posibilidad de ir el viernes e irse el domingo después de comer. Ahí nos llegamos a juntar unas ochenta personas. Los primeros en apuntarse a la fiesta obtienen cama y habitación, pero nosotras dormimos en tienda de campaña.
En la fiesta compartimos desayunos, comidas, cenas y cervezas mientras conversamos sobre técnicas, fetiches, experiencias y también hablamos sobre temas del día a día. En diferentes ocasiones sentí la sensación de estar en una comida empresarial, en vez de una reunión de fetichistas y viciosos.
El chalet tiene cuatro mazmorras: una pública, situada en el salón de la casa y otras tres privadas repartidas por la casa. Las mazmorras cuentan con algunos muebles BDSM: cruz de San Andrés para atar y azotar, banco de spanking, cepo, camilla, zona para realizar suspensiones, potro y diván.
Cuando por fin llegó la hora de la fiesta, nos vestimos con nuestras mejores galas. Es cuando aparecen los corsés, ligueros y tacones para las mujeres y las camisas negras para los hombres. Yo me puse una faldita negra, un sujetador negro de encaje y me pinté un «ÚSAME» en el pecho, el cual dio bastante juego.
A las diez de la noche nos sentamos a la mesa. Comímos y bebímos hasta la hora de los juegos. Algunos sumisos y sumisas sirven la cena bajo las órdenes de sus amo/as, o porque disfrutan haciéndolo.
El año pasado fue la primera vez que fui a la fiesta y conocí a bastantes personas. Ahora, tuve el placer de reencontrarme con una pareja liberal de unos cuarenta años que pasaron de curiosear a estar metida de lleno en el mundillo. Ella era la dominante y él sumiso. Surgió entre nosotros ponerle el apodo de llamarle «La profesora de Matemáticas» por su sugerente vestimenta. También me reencontré con otro dominante, al cual me referiré como Carlos.
La profesora y Carlos me propusieron jugar. Me dirigieron hacia una de las mazmorras en compañía de sus sumisos y otro dominante. Me encanta que haya varios ojos que me miren mientras juegan conmigo. El lugar tenía una especie de potro negro, unas cadenas colgadas del techo para atar y un banco mullido en el que se sentaron los visitantes.
En cuanto entré, Carlos me miró de forma seria y penetrante, me puso unos grilletes en las muñecas y expuso el contexto del juego:
-Somos tus profesores: yo el profe de Sociales y ella tu profe de Matemáticas. Vamos a hacerte preguntas y por cada una que respondas mal, serán veinte azotes. Si respondes bien, serán diez azotes. ¿Entendido? Ahora, quítate la ropa. Quédate en bragas y sujetador y ponte a cuatro patas sobre el potro.
La profesora de Matemáticas, enfundada en cuero, me colocó un antifaz mientras él ataba mis pies al potro. Carlos se acercó a mi oreja y me agarró del pelo.
-Primera pregunta: ¿Cuál es la capital de Extremadura?- preguntó mientras cuatro pares de ojos miraban la escena.
– Cáceres- respondí.
– Uy… ¿Cáceres? Es Mérida- dijo con acento extremeño -Veinte azotes. Ve contando.-
-Uno, dos, tres, cuatro…-
Alternaban los azotes con caricias o agarrones de pelo. A veces paraban brevemente y cuando volvían a azotarme yo ya no recordaba el número de azotes y entonces volvíamos a empezar. Me hicieron varias preguntas y los azotes se sucedían uno al otro. De vez en cuando me ponían hielo sobre la zona azotada para calmar el dolor.
Pedí a la profesora de Matemáticas que me quitara el antifaz para poder ver la escena, la cual era muy excitante. Los azotes y preguntas seguían y nuestros acompañantes miraban la escena sin pestañear.
La profesora de Matemáticas se acercó a mi oído y me preguntó:
– ¿A quién de los dos prefieres: al profe de Sociales o a la profesora de Matemáticas?-
– No lo sé, señora- respondí.
– Sí que lo sabes, a ver, responde, ¿a quién prefieres?-
– Al profesor de Sociales, profesora.-
– ¿Ah, sí? ¿Te encantaría que el profesor de Sociales te follara ahora mismo, eh? ¿A que te encantaría?-
– Sí, señora, me encantaría.-
– ¿Te encantaría que te empotrara ahora mismo contra la pared, verdad?-
– Sí, señora.-
Tras una tanda de azotes, me desataron los pies y me pidieron que me pusiera de pie. Me ataron a las cadenas que salían del techo y permanecí de pie con los brazos en alto. El profe de Sociales estaba delante de mí y la profesora de Matemáticas detrás, con una fusta.
– Dime las tablas de multiplicar- dijo ella.-
– Uno por uno, uno; uno por dos, dos… tres por cuatro, dieciséis…-
– ¿Cómo? ¿tres por cuatro, dieciséis?- respondió ella mientras me propinaba un azote.
Ya llevaba muchos azotes encima y cada vez eran más dolorosos, así que se me escapaba un «joder» de vez en cuando.
– ¿Cómo que joder? ¡Qué maleducada!. En este colegio no se pueden decir palabrotas. Se dice «jobar». Que sea la última vez que te oiga.-
Pero ellos me seguían apretando las tuercas y obviamente se me escaparon las palabrotas.
La clase llegó a su fin y me pusieron de rodillas. El profesor de Sociales estaba delante de mí, sentado. En ese momento sólo me apetecía que se bajara los pantalones y me hiciera comerle la polla, pero no tuve esa suerte. Me miró fijamente y me dijo que no sabía si iba a aprobarme. Finalmente ambos acordaron que tendría que repetir el examen el curso que viene y que en la próxima fiesta veríamos si aprobaba. Me quitaron los grilletes de las manos, ambos me dieron un abrazo y comenzamos a charlar sobre la sesión.