Siempre había sido un poco exhibicionista, pero nunca imaginé lo excitante que sería tener relaciones sexuales delante de un montón de gente. El responsable fue el club Latidos.
En la fiesta BDSM de julio conocí a un dominante de 45 años. Esa noche nos enrollamos y empezamos a quedar en su casa de forma habitual para tener prácticas sexuales fetichistas y muy, muy placenteras. Entre cerveza y cerveza, charla, cena y algún que otro cigarrillo, nos liberábamos en la cama.
En una de las charlas post-guarradas, tirados en la cama, sudorosos y relajados, salió el tema del Latidos. El Latidos es un local liberal situado en Siete Iglesias de Trabancos, a unos 40 km de Valladolid. A ambos nos excitaba la idea de ir a un local de ese tipo: no para realizar intercambio de parejas, sino para ‘jugar’ delante de gente, con público. Acordamos ir el viernes siguiente.
El viernes estaba nerviosísima. Me duché, me depilé y me puse mis mejores galas: lencería, un corset y unos zapatos con un poco de tacón. Iba espectacular. Hice unas respiraciones abdominales con la intención de hacer desaparecer la ansiedad y nerviosismo que tenía. Me faltaba un poco el aire, pero sabía que no iba a pasar nada malo. Ibamos a disfrutar y divertirnos.
Fui hasta casa de Marcos, que ya tenía preparada la cena. Cenamos, nos magreamos un poco y salimos en mi coche hacia Siete Iglesias a las 12 de la noche. En el camino escuchamos rock y charlamos. Tras 40 minutos, habíamos llegado a nuestro destino: un local con un letrero de color rosa situado a un lado de la carretera; un local con miles de historias en sus paredes.
Nada más entrar fuimos a las taquillas del club Latidos dejar nuestros juguetes y ropa. Después fuimos a por una copa a la barra. Había unas 30 personas en el local. Había poquita gente por ser finales de agosto, pero eso no fue impedimento para que pasáramos una noche increíble.
Nos sentamos en la barra y nos pusimos a charlar mientras oteábamos a los demás. Había algunas pareja y chicos y chicas solas. Empecé a mirar a Marcos con lujuria y le dije al oído que quería comerle. En la misma barra le comí la polla mientras él seguía apoyado en el taburete con la copa en la mano. Posteriormente me sacó los pechos y me puso los succionadores de pezones (un juguete que a Marcos le encanta).
Se nos acercó un hombre de unos 45 años que iba en ropa interior. Tenía los ojos como platos. Enseguida empezó a acariciarme (seña en los locales liberales para indicar que interesas a esa persona y que quieres «jugar»), pero yo no le hice mucho caso. Estuvimos hablando un rato con el hombre mientras Marcos seguía jugando con mis pezones.
El hombre no paraba de decirme lo bonita que era. No podía quitarme los ojos de encima. Hablando y hablando, le contamos que Marcos y yo estábamos metidos en el mundillo BDSM y que él tenía pinta de sumiso. Le preguntamos que si quería probar unos azotes, a lo que él, obviamente, aceptó.
El local no tiene temática BDSM, pero tiene una esquina con una pequeña cruz de San Andrés. Allí fuimos. Marcos miraba y yo dominaba al hombre. Le até a la cruz de espaldas a mí y empecé a azotarle con una pala de spanking. De vez en cuando le agarraba del pelo y le echaba mi respiración en la oreja. De vez en cuando mis dientes mordían su lóbulo. Estaba muy excitado y tenía el pene durísimo.
Yo miraba a Marcos de vez en cuando con lujuria, que seguía con su copa mirándonos excitado. Marcos sacó un palillo de madera y me lo entregó. Empecé a intercalar azotes con picaditas. Al hombre le gustaba tanto que movía el culo pidiendo más. Tras un rato azotándole, le masturbé. El hombre gozó un montón, pero no se corrió y yo ya me había cansado, así que le acaricié un poco el culo (el famoso ‘aftercare‘), le puse un poco de hielo, le desaté y nos dimos un abrazo. Él me dio las gracias y nos separamos.
Marcos y yo volvimos a la barra a rehidratarnos de nuevo para poder seguir con nuestras travesuras y nos pusimos a comentar la experiencia que acabábamos de vivir.