Baila, gatita, baila para mí.

Muévete, contonea tus caderas, haz como si no te viera.

Me paro, como cada viernes, a mirarte. Me invento excusas inverosímiles para pasar por tu puerta, y lo sabes.

Te dejas llevar por la música, ignoras el móvil y mi mirada. Solo bailas, despeinada, desenfadada, descarada. Vas descalza, con apenas ropa, te sientes libre. Y yo no puedo más que desear ser la gota de sudor que recorre juguetona tu cara y se pierde en tu pecho.

Repites una y otra vez el mismo movimiento. Los pies en punta, la pierna al cielo y tu sonrisa al espejo. Báilame, gatita, hazme creer que soy el único que tiene el privilegio de verte mover la cintura.  Estira, haz ese movimiento imposible y después repítemelo, a mí, sobre mí.

Pasan los minutos, estás cansada pero te ríes. Sabes que ahora habrá función privada, disfrutas sabiendo que en tus manos soy un simple títere que se deja hacer, porque gata, besaría el suelo por donde pisas solo por verte bailar.

Llega la hora. Las siete en punto de la tarde. La clase llega a su fin. Estoy nervioso. Sé lo que va a pasar después. Te deseo, gatita, me muero de ganas por abrazar esas caderas mientras se mueven al compás de nuestro baile.

Vas despidiendo a la gente, me miras de reojo. Sales a la puerta y me haces un gesto con la cabeza para que entre contigo. No es la primera vez que nos vemos, pero me sigo poniendo nervioso cada vez que te siento cerca.

“¿Qué pasa contigo?” ¿Aún me lo preguntas? Cierras los ojos y te ríes. Haces conmigo lo que quieres. Me coges la mano y me metes dentro del estudio. Todo está lleno de espejos y una sola colchoneta espera en medio de la estancia, quieres que me siente allí y te vea bailar.

Porque ahora solo bailas para mí. Empieza a sonar de fondo “Smooth” de Santana, vienes y te pones delante de mí y bailas. Tu pelo se hace dueño del espacio y tu cuerpo se mueve con cada giro de la música. En el primer estribillo me lanzas la camiseta que llevas puesta. Tus manos se pasean por todo tu cuerpo hasta llegar al pantalón que haces que caiga con dos golpes de cadera. Yo empiezo a quitarme la camiseta pero te acercas y me frenas. Aquí mandas tú, gatita. Ya me ha quedado claro.

Coges mis manos y las pones sobre tu pecho, te das la vuelta para que desabroche el sujetador. Luego paseas mis manos por tu cintura y las dejas rozando el hilo del tanga negro que llevas. Juego un rato a ponerte nerviosa para que me obligues a bajártelo de una vez. Y allí estás toda entera, pero no eres mía, ni de nadie. Gata callejera, quién pudiera tenerte así, todos los días.

Me clavas las uñas en la espalda a la vez que me besas y me arrancas la camiseta. Te muerdes el labio de abajo y al ver mi expresión sueltas una carcajada; tú llevas el mando. Te pones de rodillas frente a mí y desabrochas mi pantalón. Y chupas; gatita, me vuelves loco. Te la comes entera, y repites. Mueves tu lengua en círculo a la vez que masajeas con la mano.

Y yo ya no puedo más. Para un momento, no me mires enfadada que lo que viene ahora es mejor. Me empujas y me obligas a tumbarme en la colchoneta. Y te sientas en mi cara. Yo empiezo a jugar con mi lengua y a meterte poco a poco el dedo índice; estás mojada. Te escucho maullar y eso es superior a mí. Podría correrme solo escuchándote gemir. Cuando estás a punto, y estas son tus normas, te pongo a cuatro patas y te doy fuerte. Noto como te corres sobre mí, tenías ganas y te gusta lo duro.

Ilustración de @ucavsl.

Paras el polvo. Ya te has corrido, sin embargo yo aquí estoy a tu merced. La decisión es tuya. Te ríes. Sabes que haré lo que me digas.

“Háztelo tú, yo te miro.”

Y así lo hago, sabes lo que me pone, sabes lo que tienes que hacer. Y me corro, solo mirándote. Sin hacer nada. Nos vestimos y empiezas a recoger y limpiar el estudio.

“¿Quieres que te acerque a casa?”

“No, gracias, si vivo aquí al lado.”

Nunca me dejas conocerte más allá de estas cuatro paredes, ese es el trato. Hasta que tú quieras, gatita. O no.

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