No hay nada como hacer el ridículo para extraer una lección vital. Me explico. Era un frío invierno en Bruselas y salí mano a mano con mi colega bajo el lema «a ver qué pasa». Jamás cuatro palabras y cinco sílabas han desencadenado más alegrías, fracasos y disculpas ante la Policía.
El caso es que mi amigo me llevó a un garito cuyo apodo no desmereció a lo que en él ocurrió: el bar de las mesas. El antro, de nombre Le Corbeau, anticipaba lo que su nombre traduce: noche de cuervos. No mentía el letrero. Una vez dentro de esa sauna bruselense hallamos un crisol de nacionalidades que, sin mejor lugar donde caer muertas un miércoles por la noche, se concentran para bailar en lo alto de unas mesas de estabilidad cuestionable.
Allí el plan era el de siempre: ver qué pasa. Y pasaron dos chavalitas muy majas que nos miraron con esa atracción que los ibéricos despertamos allende los Pirineos. O eso quiero creer, probablemente estuvieran flipando con la lamentable escena. Subidos a una mesa, claro, me puse a charlar en un aberrante francés y un potable inglés con una de las susodichas. Mi amigo, entretanto, estaba a su rollo mientras paladeaba un ridículo no difícil de predecir.
Al contar esta batallita me suelo escudar en que ligar con una chavala que forma parte de un grupo de dos suele ser complicado, pues no va a renunciar fácilmente a su amiga; al menos yo no merezco tal sacrificio. La versión supongo que varía en función de quién la cuenta. Hablar con mi esbirro nocturno probablemente me deje en peor lugar.
Llegó un momento en el que tocó asumir que ese «ver qué pasa» se traducía en unas calabazas de manual. Nada nuevo, se acepta la derrota y toca cambiar de mesa cual chino Cudeiro sobre las zamburguesas de Humor amarillo. Al menos no me caí, creo.
Al poco, apareció un tipo con una gorra roja y una mochila desvencijada propia del típico aventurero que busca el Santo Grial y termina bebiendo en un bar de mamarrachos. Adornaba el asunto con unos pantalones de pintor jubilado y unas zapatillas anchas que son en sí mismas un eficaz método anticonceptivo.
Ni corto ni perezoso, se acercó a la muchacha con la que el menda había tratado de ligotear, y en un pispás vi que ha surgido el amor, o lo que fuese. En mi defensa (ver párrafo cinco) diré que la amiga-ancla había desaparecido. Qué casualidad.
Dudo que mi colega olvide jamás mi cara de estupor. Ridículo cumplido. El interfecto, bautizado como Ash Kétchup por razones obvias para los millenials, había adelantado por la derecha a este Don Juan del Hacendado.
El anonadamiento maceró y desembocó en una de esas lecciones que brindan las noches de desenlace (in)esperado. ¿De verdad el sorpasso de este Cocodrilo Dandee con gorra es bastante razón para torcer el morro? No te engañes, rey, lo único que si acaso te privó fueron unos besos tontos, a lo sumo de tornillo, pues lo de intimar en ligues de una noche a los de Valladolid todavía nos viene grande.
Ahora bien, ese rodillazo en la autoestima dejó una valiosa enseñanza: no supedites. Lector o lectora, no, no supedites que una noche sea satisfactoria solo por ligar ni toleres que un ligue, frustrado o no, marque tu estado de ánimo. Haz el ridículo, fracasa, inténtalo o hazte pasar por el corresponsal de The Guardian en Madrid –funcionó, pero esa es otra historia-, pero ten claras tus prioridades. Hay vida más allá de la entrepierna.
Gracias a Ash Kétchup aprendí que uno no siempre se sale con la suya, sobre todo si ambiciona subir el Everest en chanclas. Se marcha 2018 como yo aquella noche en Bruselas: entre frío, nostalgia y niebla. Al menos, como le comenté resignado a mi amiguete, siempre nos tendremos a nosotros mismos. Nunca es mal momento para aprender una lección, incluso tras recibir unas calabazas de proporciones bíblicas encima de una mesa de madera.