Hace unos días compartíamos algunas reflexiones sobre el sexo y el poder político. Hoy quisiéramos hacer lo propio con respecto al poderoso y omnipresente imperio religioso, empeñado como pocos en generar sufrimiento en los seres humanos a través de culpabilizar hasta extremos obsesivos, las vivencias y sentimientos sexuales de mujeres y hombres a lo largo de la historia y, en segundo lugar, tolerar los vergonzantes e inaceptables abusos sexuales de sus sacerdotes.
Es sabido que la política y la religión han ido de la mano en el control y la censura de la sexualidad, constituyendo un tándem poderoso y eficiente, desde hace siglos. La religión ha tenido el monopolio exclusivo en esta área durante mucho más tiempo aún. En buena parte de las culturas y en diferentes momentos históricos el poder religioso ha permanecido extremadamente vigilante en lo que concierne a las actitudes y conductas sexuales de los ciudadanos. Como si fuera lo más importante.
Refiriéndonos a España, se acepta que la censura, y la censura sexual en particular, fueron elementos característicos del franquismo y el postfranquismo -con un nacionalcatolicismo feroz– que afectaron, no solo a la esfera cultural y social, sino sobre todo a la vida cotidiana de la ciudadanía. En un reciente libro nuestro mostramos que, estas actitudes prohibitivas y de control, permanecieron muchos años, incluso después del advenimiento de la democracia. Incluso podría decirse que no han desaparecido del todo.
Además, la Iglesia ha tenido una posición muy beligerante contra el divorcio, los anticonceptivos, el feminismo, el aborto y la educación sexual – con todo lo que huela a sexo- y, en esta tierra, el debate y análisis sobre el alcance real de los abusos sexuales, aun no se han planteado con todo el rigor.
El poder religioso ha instrumentalizado el sexo y lo utiliza con frecuencia con fines ideológicos y de control psicológico y social. Un arma que se ha usado antes y que se sigue usando ahora, aunque en menor medida, porque su influencia directa es menor, si bien está parapetado detrás los partidos políticos conservadores que siguen defendiendo esos mismos valores tradicionales.
En última instancia, la razón de tal obsesión, control y censura sexual es influir en las actitudes y conductas de las personas, menoscabando su libertad y su capacidad de crítica para mantener e incrementar los privilegios y el patrimonio. Que las cosas sigan como están, que los pobres aguanten, que estamos en un valle de lágrimas en espera de la vida eterna, que esa sí que merece la pena.
El poder religioso y los abusos sexuales
El poder religioso, es determinante en una buena parte (en torno al 10%) de los abusos sexuales a menores, cuya frecuencia conocida (la real es mucho mayor) ya es alarmante y desde todo punto de vista insostenible. El secretismo y el secreto de confesión han sido dos escollos imposibles de sortear. Tres aves marías y el perdón divino borran el historial delictivo. Así da gusto, dicen los verdugos, España es un país donde los pederastas gozan de apoyo y pueden seguir campando por sus fueros.
Se sabía que el zorro con sotana y alzacuello era el encargado de cuidar al rebaño, sin ningún tipo de vigilancia, con todo el poder del mundo para satisfacer sus indignos antojos sexuales. Resulta cuando menos chocante que, quienes imponían con dureza el sexto mandamiento a todo el mundo, no se aplicaban a sí mismos tal rasero, teniendo una doble vida en un limbo hecho a su medida, oculto a la justicia ordinaria, permitido por los superiores, donde los más pecadores eran ellos.
Y eso que se habían impuesto la castidad total, el celibato como condición imprescindible para ser pastores. Negándose a sí mismos esas experiencias humanas que nos acompañan durante toda la vida y que tienen que ver con la salud y el bienestar. En este sentido, los anchos muros de la Iglesia católica esconden vergüenzas inaceptables desde hace demasiado tiempo, protegiendo a sus depredadores sexuales de la justicia civil.
Cuando el celibato falla, ahí están los obispos y cardenales para tapar inmediatamente el desaguisado. El mal menor. Y siguen como si nada. El sistema continúa. ¿Por qué no se plantea, por ejemplo, lo injusto que es el hecho de que la sociedad civil pague los costes, -en la salud mental y sexual de los abusados- por normas religiosas, privadas, atávicas, como el celibato sacerdotal? ¿Alguien se cree que el celibato funciona en las sociedades actuales? ¿Habría que exigir un certificado psicológico a los sacerdotes que estén con niños y jóvenes?
Cualquier profesional sabe que el porcentaje de abusos sexuales que se denuncian son una ínfima parte de los que en realidad ocurren. Los propios católicos no suelen ser críticos con la institución a la que pertenecen, legitimando con su silencio estas prácticas horrendas. La culpa sexual religiosa, además, tiene un efecto paralizador con lo cual el sufrimiento es mayor. La mayoría de los niños y niñas abusados nunca se lo dirán a nadie y regurgitarán su angustia con sus recuerdos recurrentes.
Toda su vida. Los delincuentes del poder religioso saben perfectamente como manipular a los pequeños para que nunca se lo cuenten a nadie. Son auténticos especialistas en ese empeño. Recuérdese que la Iglesia católica fue la organización más poderosa durante el franquismo, dueña absoluta, entre otras muchas cosas, de toda la enseñanza y los colegios. Poder omnipresente. Exigir pruebas en estas condiciones, es como pedir a los corruptos de la política que se saquen una foto y firmen un recibí cuando les entregan el sobre de la mordida y se lo llevan crudo.
En el próximo artículo continuaremos sobre este asunto.
Autor: José Luis García, doctor en Psicología, especialista en Sexología, y autor del libro “Sexo, poder, religión y política” en Navarra, editado por Amazon.