21 de diciembre de 2018, Barrio de Montmartre, París.
—Esto no es ético, Élise —protestó Chlóe, sosteniendo el teléfono mientras el viento helado le enrojecía la puntita de la nariz y las mejillas—. ¿Élise? —habló a la línea muerta. Su jefa le había colgado.
Montmartre estaba empezando a animarse, pues el sol en pleno ángelus iluminaba con sus últimos rayos la Basílica del Sacré Coeur. Las aspas del mítico Moulin Rouge giraban y se iluminaban como la multitud de luces en las terrazas de bares y restaurantes.
Chlóe dio un respingo bajo el abrigo que le vibraba sobre los hombros con el golpeteo del gélido aire invernal. Lanzó el iPhone al interior del bolso y escuchó cómo se hundía en lo más hondo de la tripa de aquel Louis Vuitton perteneciente a la colección Los Nenúfares, de Monet; un regalo de aniversario de la misma mujer con la que tenía que encontrarse por quehacer laboral. Refunfuñando, se puso en camino, callejeando con cierta parsimonia hacia su destino. Una vez ante la pesada puerta de madera del rehabilitado edificio que ejercía tanto de vivienda como de taller de artista, descubrió que esta estaba abierta. La empujó, entró y cerró, topándose con Pascal, el gato que dormía en el primer escalón de las empinadas escaleras. Lo saludó y empinó el primer tramo de peldaños como un mal trago de tequila falto de sal y limón.
En el estudio, bien aclimatado, Valérie mojó el pincel en el montoncito de pintura acrílica tono cashmere. Sosteniendo la paleta en la mano diestra, agitó la zurda y trazó con el pincel una suave línea en el lomo del camaleón que parecía estar vivo en el lienzo. Pese a la música que irrumpía desde el dispositivo, oyó los pasos de la recién llegada y hasta la vio por el rabillo del ojo nada más entrar.
—La puerta estaba abierta —carraspeó Chlóe, rechazando la opción de siquiera saludar. Por supuesto, achacaba el hecho a que la propia Valérie había ido a abrirla poco antes de llegar ella. A fin de cuentas, era justo la hora acordada por su jefa. Chlóe se descolgó el bolso del hombro y dijo sin pensar—: Vengo por la entrevista. —La situación per se ya era ridícula y ella, ella «imbécil» y más al mirarla…
Valérie, salpicada por un confeti de motitas de pintura, vestía un pantalón tejano viejo, corto y ajustado a media altura de los torneados muslos tatuados. Una camiseta de tirantes de múltiples colores anulaban el blanco original, que mal disimulaba la forma redondeada y firme de sus tetas, que tras pasar por quirófano asomaban con descaro en el escote, profundizando en el canalillo. A excepción de la bonita cara y otras zonas más recónditas, ella, por entero lucía como un lienzo en movimiento, un despliegue de tinta, de historias…
Caméleón, de Maître Gims, sonó al acabar la canción anterior…
—Ya sé que vienes por la entrevista —sonrió Valérie sin volver la cabeza hacia Chlóe, pasando de la entrada a la mesa de despacho, junto a los ventanales—. Cuando quieras.
—Mientras, ¿vas a seguir trabajando? —dudó Chlóe, quitándose la chaqueta para colgarla de la silla. Abrió el bolso y extrajo la grabadora y el teléfono.
—Sí —respondió Valérie, moviéndose sobre las plantas desnudas de los pies para cambiar de posición tras la nueva pincelada. Agitó la cabeza aureolada por una alta cola de caballo que amarraba el caudal de la oscura cabellera rapada a los flancos del cráneo.
—Como quieras —musitó Chlóe, obligándose a no mirarla. Le haría la entrevista y se marcharía, no tenía que darle más vueltas al asunto, ni ablandarse…—. Hay alguna que otra pregunta un tanto tonta, chorradas personales. Yo te las formulo y si no quieres, no las respondes —añadió a continuación, desbloqueando el teléfono. Buscó el correo en el que le adjuntaban la entrevista y tomó asiento—. Enciendo la grabadora.
Valérie había reparado en el bolso y en que Chlóe se había quitado el color de la barra de labios, se notaba sobre todo en la zona del arco de Cupido, y tampoco iba subida sobre sus habituales tacones, jamás chabacanos, siempre elegantes.
—Buenas tardes, señora Favre. Gracias por conceder esta entrevista a La Femme —pronunció Chlóe la entrada de rigor—. Díganos, ¿hay algo que le guste hacer en especial nada más despertarse? Tal vez, ¿fumarse un cigarrillo a lo Alain Delon mientras observa desde la ventana la vistas a la cúpula de la Basílica del Sacré Coeur?
—Sí —asintió Valérie, dejando la paleta y el pincel sobre la mesita auxiliar, adyacente al caballete. Agarró el paño colgado de una esquina y se frotó las manos, retirando algo del exceso de pintura—. Me gusta escurrirme colchón abajo, desplazándome a la derecha de la cama, para colarme entre los pálidos muslos de mi mujer y comerle el coño hasta que se corre en mi boca.
Chlóe izó la testa y con ella la mirada.
—¿Esta va a ser la dinámica de la entrevista? —masculló a media voz, parando la grabadora mas no el encabritado acelerón de su corazón—. Porque si esa es tu intención, mejor me marcho —barboteó, consciente de que la redondeada, pequeña y puntiaguda forma de sus pezones arañaba el fino material del sujetador y se revelaba en la tela del vestido.
—Tú has preguntado y yo he respondido, sin más —arguyó Valérie, lanzando el paño de vuelta a la mesa. No había mentido, se había limitado a contestar con la verdad; otra cosa es que esta no fuese la que Chlóe quería oír—. Sigue —apremió, caminando hacia la mesa.
—Desde la perspectiva actual de pintora contemporánea cree que… —comenzó a leer Chlóe tras volver a activar la grabadora. El olor a pintura, al perfume de Valérie, L’Air du Temps, y el calor que desprendía al estar cada vez más cerca la envolvieron. En respuesta, su cuerpo reaccionó, las rodillas le flaquearon, gelatinizándose, y su coño se contrajo, palpitando, una, dos, tres jodidas veces.
—¿Sus obras habrían acabado en el primigenio Salon des Refusés de aquel 1863? —logró terminar de leer la pregunta.
Valérie desplazó la silla, forzando a que Chlóe se separara de la mesa y quedara ante sí. Sus ojos negros se incrustaron en los cristalinos y azulados de ella.
—Hace dos semanas y casi un día que mi piel ha dejado de oler a ti, que he perdido tu sabor en mi boca y casi… casi… —murmulló. Se acuclilló ante ella y posó las manos en las rótulas, notando el temblequeo—. He olvidado la musicalidad de tus gemiditos coreando mi nombre mientras te follo —admitió, acariciándole las piernas lamidas por los pantys. Subió a los muslos, rozando el dobladillo de la falda.
Continuará…
Texto corregido por Silvia Barbeito.
Autora: Andrea Acosta.