Nos miramos y sonreímos, una de esas sonrisas que parecen una verdadera declaración de intenciones, claro que vamos a hacerlo. Te acercas a mí y como el león que se prepara coges la daga y te deslizas por la cama hacia mí. Siento verdadero miedo y cojo mi daga, me recuesto sobre los almohadones del cabecero a esperarte. Cuando llegas me besas, son besos cálidos, húmedos y suaves, de repente noto como una gota recorre mi cuello y se queda en mi clavícula.
Noto como tu erección palpita en mi cadera con más intensidad y aparto la mirada, descubro que me has clavado la punta de la daga, vuelvo a mirarte, cojo tu mano y la llevo a mi costado. «Fíjate bien», te digo: «Si pasadas las costillas con esta inclinación de tu muñeca me clavaras la daga, sería como asfixiarme pero te dejaría las manos libres para hacerme lo demás».
Sonreímos, te inclinas para besarme y sin titubear me clavas la daga hasta el fondo, noto la daga dentro y cómo el aire se escapa de mí, intento coger aire pero no puedo. Tú, sin moverte, admiras tu obra, me coges la cara con firmeza y me dices «Cada vez que respiras, ¡pecas!«. Con esa frase sueltas la daga y te metes entre mis piernas, lames tus dedos y me los introduces hasta el fondo. Sigo húmeda así que sin pudor ni paciencia te hundes todo lo que puedes.
Yo me retuerzo intento respirar despacio pero tu embestida me produce una oleada de placer que hace que gima con fuerza. Me quito la daga, la sangre abandona mi cuerpo para mojar la cama pero yo quiero más, más de ti. Me miras, te aguanto la mirada y entonces vuelves a hundirte, te cojo de la cara «No me queda mucho tiempo de aire, luego estaré a tu merced». Te zafas de mí: «¿Cuándo ha sido eso un problema?».
Vuelves a hundirte, esta vez muy despacio, para que se me graben tus palabras. Sonríes con malicia; tus penetraciones se convierten en una tortura para mí. Una y otra y otra vez, siento que con cada gemido me falta más el aire pero no deseo otra cosa que sentirte llenándome entera.
«Aguanta, pequeña!», me avisas. «Pronto acabará», y noto como tu incesante vaivén de embestida se convierte en movimientos erráticos e intensos. Tu cuerpo se tensa para llegar al clímax. Te acercas a mi hombro y lo muerdes con fuerza, mi grito llena la sala y notas un ardor insoportable en el costado mientras llenas mi interior de ti, de tu boca sale un gruñido gutural que acompaña mi grito.
Me miras «¡joder! Al final lo has hecho… ¡Pequeña zorra!». Te miro: «No me has dejado más opciones» y te guiño un ojo con sonrisa pícara, inmóvil. Faltándote el aire recojo la sangre que te brota de la daga, la llevo a mi intimidad: mi dolorido clítoris agradece la calidez de tu sangre. Mis dedos saben como acariciarme y sin tardar mi cuerpo comienza a estremecerse, mi clímax se acerca y aunque tú estas débil y centrado en controlar tu respiración, al ver como me retuerzo introduces tus dedos hasta que todo mi cuerpo se estremece y gimo por última vez.
Lo último que ves es mi cuerpo caer rendido y extasiado a los almohadones. Te ponen un saco en la cabeza y ya no recuerdas nada más. «¡Joder! ¿La habré matado? ¿Cómo conseguí salir de allí vivo? ¿Quién me curó?»
Unos días después y preocupado por que no contesto a tus mensajes decides presentarte en aquel sitio.
Llegas a la entrada, te colocas el traje: «No pienso irme de aquí sin información de Lilith«. Subes los escalones de mármol negro y llamas al timbre. Aparece una modelo con un conjunto sugerente y te dice «¡Ah! Hola, Eric, dime ¿Cuál es tu contraseña?«. Te quedas pensando un segundo: «¿Nadie sale ileso?».
Asiente con la cabeza: «¡Correcto! Pasa, te esta esperando». Te guían hasta un salón lleno de gente elegante que esta tomando copas y al fondo en una esquina hay un brillo que llena la sala, una risa y una voz que calman tu inquieto corazón. «¡Lilith!», gritas, y toda la sala se gira. Yo me levanto, me coloco mi vestido azul marino y acudo a ti «Menos mal» y agacho la cabeza dulcemente, llego a tu lado y nos damos dos besos. «¡Enhorabuena Eric! Ya eres uno de los nuestros» todos en la sala comienzan un aplauso y vítores.
Te coloco un pin en la solapa de la americana, tiene forma de daga, su filo es un zafiro afilado y tiene filigranas en la empuñadura. Me acerco a tu oído y te susurro «Llévalo siempre y serás intocable». «¿Cómo de intocable?», me preguntas. «De esos que si haces algo malo ahí fuera, la justicia mira para otro lado», respondes. Antes de darte tiempo para asimilarlo se acerca un camarero con una copa y una venda. «¿Jugamos?».
Te señalo la bandeja. «Las damas primero», me contestas y coges la copa mientras mis manos van tapando tus ojos.