Me sentía indefensa. Esa noche era más cálida que de costumbre y opté por dormir en ropa interior y sin acostarme bajo las sábanas. Pese al calor dormía plácidamente víctima del cansancio de la semana.
Fue entonces cuando unas manos me atacaron: una me cubría la boca y otra me amenazaba con el filo de un cuchillo por el cuello. Sentía el peso de un cuerpo sobre el mío. Mis piernas serpenteaban pero aquel ente lo impidió.
Mi piel se estremeció al contacto de la piel desnuda de aquel ser que sin duda era un hombre, un raptor de un tamaño superior al mío. Esto le permitía tener poder sobre mí. No veía ni escuchaba nada, sólo mis gemidos tratando de gritar. Mi captor no hablaba. Me acechaba como buen predador en medio de la oscuridad. Me había atrapado y no había nada de que preocuparse.
Su mano izquierda soltó mi cuello y bajó hábilmente mi blusa negra de tirantes para aferrarse a mi pecho. Mi respiración comenzó a agitarse. Aunque el miedo me invadía, debo admitir que desde mis adentros, la agitación era una notable muestra de excitación ante la situación. No sabía quién me estaba violando. No sabía si disfrutarlo o no. No sabía que ocurría, sólo que mis bragas ya se habían humedecido.
Desde el inicio note el calor que emanaba de aquel cuerpo sobre mí y sobretodo aquel bulto a la altura de mi pelvis que me hizo reconocer la masculinidad de esa persona. Comencé a escuchar su respiración, increíblemente profunda y pasiva. En un intento desesperado por tranquilizante, copié el ritmo de su respiración y logré calmarme. Escuche su risa cuando lo logré y eso volvió a atemorizarle.
El sujeto jaló mis bragas en un solo movimiento y las destrozó por completo. Soltó mi rostro y comenzó a torturar mis pezones con sus dientes. Grité. Enseguida entendí que aquel hombre quería escuchar mis alaridos y después de aquel castigo, lamió con vehemencia mis pezones. Gesto que agradecí con una serie de dulces gemidos.
Por mientras, la mano que momentos antes me había silenciado, recorría mi húmeda entrepierna. Jugueteaba entre mis labios y mi clítoris. Mis caderas no podían mantenerse quietas y su pelvis trataba de impedir mis movimientos. Mientras más se restregaba en mi, más me agitaba.
Su mano derecha se había aferrado a mi cuello y por momentos deseaba que me estrangulara. Aquel depredador descendió hasta mi sexo y comenzó a recorrerme con su lengua. De pronto sus manos se aferraron a mis pechos y encajó sus uñas en mi piel al tiempo que bajaba sus manos hasta mis muslos. Gemí al instante. Volví a escuchar su risa cuando me atacó a rasguños. Sus dedos se hundieron en mi sexo con facilidad. Me penetraba con rapidez y de pronto se detuvo. Tomó mis caderas y volteó de espaldas mi cuerpo.
Sentí una cálida brisa gracias a que el peso de su cuerpo me había liberado. Estaba húmeda no sólo de la entrepierna, sentía como el sudor recorría mi espalda y mi cuello. De pronto una de sus manos se aferró a mi cabello y lo tomó con fuerza. Acercó su rostro hasta mi oreja y volví a escuchar su plácida respiración. Me estremecí. No dejó que apartara mi cuello y al ver como me resistía, me soltó un azote.
Mi cuerpo se estremeció con aquel golpe. El silencio volvió a tornarse más profundo. Su cuerpo se acomodó sobre el mío sin soltarme del cabello. Volví a sentir su virilidad palpitando. Soltó mi pelo y sus uñas se aferraron a mi cuello al tiempo que su sexo se abría paso entre mis nalgas. Entonces me penetró.
Su mandíbula se aferró a mi hombro derecho. No cabía duda de que era una perfecta presa para aquel monstruo que se negaba a dejarme libre, no sin antes satisfacer su deseo. Mis alaridos inundaron la noche y caí inconsciente.
A la mañana siguiente desperté desnuda en la cama. Mi cuerpo me dolía y con esfuerzo me levanté para ir al espejo y ahí estaba: tenía una marca justo en medio del cuello, muestra del primer ataque con cuchillo y en el hombro, una feroz mordida, ambas prueba de que no había sido un lúcido sueño.
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