Entre los ricos y coloreados cortinajes de la lujosa estancia se retorcían y bailaban sutiles ondas de oloroso incienso. Aroma a dátiles, a té y a rojo desierto se fusionaban, enarbolando el ambiente, enriqueciéndolo, erotizándolo. Saif, en el balcón, aspiró por la boquilla de la larga manguera de la shisha que, en consecuencia, gruñó barboteando el agua de la base. Con lentitud, hizo desfilar una nimia cantidad de humo por las fosas nasales, alternando la mirada entre el vaivén de las hojas de palmera y la bóveda nocturna espolvoreada de estrellas.
Las pesadas puertas de madera adornadas por intrincados y ricos relieves se abrieron, dando paso a una figura encapuchada, envuelta en una sedosa penumbra, que se detuvo en el centro de la estancia. Saif volvió la cabeza y, a través de las translúcidas telas de las cortinas, vio la sinuosa silueta. Renunció a la shisha y se encaminó al interior a la par que las puertas por las que esta había entrado se cerraban. Casi extendiéndose como alas tras de sí, flotaron las mangas de su bisht marrón, cerrado, al contrario de lo habitual, por un cordel. Nada más ocultaba su cruda desnudez. Descalzo, aflojó el paso ante la figura y pinzó los dedos de ambas manos en la caperuza, echándola así hacia atrás.
—Mi príncipe… —susurró Oliver, libre del yugo de la capa que cayó al suelo, revelando su cuerpo delgado y desnudo adornado de múltiples dibujos de henna coloreados con polvo de oro. En los cristalinos de sus ojos añiles e iris renegridos se reflejó la viril faz morena de Saif, enmarcada por una espesa barba oscura. Poseía la mirada predadora del halcón.
«Harām»[1], repetía la vocecilla de la conciencia martirizándolo, regodeándose en el padecimiento que le suscitaba. No obstante, calló cuando Oliver susurró. Ese chico pelirrojo y de acento más británico que el Earl Grey le exprimía el alma, se la estrujaba. Saif lo asió por los ruborizados mofletes y adhirió su boca a la de él, al principio como un choque de labios; a continuación, los asaltó, empujando la lengua al interior. Que Alá lo perdonara…
Oliver jadeó, estremeciéndose hasta el temblequeo, agitó las manos, izándolas de modo que apoyó las palmas en la fuerza de los antebrazos de Saif y se sometió a la carga de la lengua, recibiéndola en la boca. Él sabía a hierbabuena, a tabaco, a salinidad, a hombre… Cerró los ojos apretando los deditos y el bajo vientre contra el que aporreaba su propia e inhiesta polla.
Saif se regocijó en, todavía, después de todo, la timidez de la lengua de Oliver, del temblequeo de su cuerpecillo que se le antojaba casi virginal. Casi, ya que, por supuesto, la dureza de la verga de este entre ambos, palpitando de manera demandante, contrariaba el velo de ensueño casto. Esta vez, en lugar de mantener las manos en los mofletes de Oliver, las desplazó a las enjutas caderas y lo aupó, caminando con él en alza hasta el rincón provisto de coloridos almohadones. Lo tumbó, acomodándolo sobre ellos, se irguió y desde su posición privilegiada, lo observó.
La lámpara de hierro forjado iluminaba a un Oliver inmerso en un mar de rojizos, gualdas, turquesas y marrones almohadones, que resaltaban sus rasgos dulces y no por ello menos masculinos. Con los labios brillantes de la saliva que acababan de compartir, se movió inquieto, izando los brazos, invitándolo a ir a su encuentro, a tenderse sobre su pecho raso y lampiño con las areolas y, por ende, los pezones teñidos de henna rojiza y detalles gualdas.
Destellos dorados irradiaban en las paredes provenientes del aro en torno a su polla que le mantenía la erección y, más tarde, retrasaría la eyaculación. A dicho eslabón iba engarzada una diminuta argolla de la que a su vez, pendía un cordel conectado a un plug enterrado en lo más hondo de su ano.
—Habibi.[2] —El trueno de la voz de Saif reverberó, notándose la excitación en la ronquez. Se arrodilló, inclinándose sobre el vientre de Oliver y besó alrededor del hundimiento del ombligo, catando el sabor a aceite de almendras con el que le habían untado la piel y oliendo el agua de azahar que se la perfumaba.
¿Estaba loco? Pues claro, se burlaba de la Muerte, de la misma Parca día sí y noche también, jugaba a la ruleta rusa, consciente de que tal vez llegase el momento en que el cargador vomitara una bala directa a su cerebro y lo matara. Oliver entornó los ojos, silenciando el gemido al cerrar la boca; la barba de Saif le cosquilleaba la piel y sus labios emprendían un camino escarpado al rígido centro de su placer. Aceptaba el riesgo, asumía el martirio al que lo someterían si lo pillaban, ya que no era capaz de abandonar a Saif. Sin él, acabaría pereciendo, aunque en vida, y antes que eso prefería el fuego, la tierra, la arena del desierto o un contenedor, todos ellos métodos perpetrados por la temida Mabahith[3].
Saif rodeó con la mano el nacimiento de la firme verga que lloraba cristalinas lágrimas por la estrecha raja del glande. Frotó el meñique sobre el arete haciendo que la necesitada polla diera un respingo. Él emitió un sonidito semejante a un gruñido cuando la gruesa nuez en su garganta le vibró justo al pasear la lengua por la estrecha uretra. Apretó la palma alrededor de la dura barra cárnica que, como un surtidor de petróleo de aquellos que perforaban el territorio, extraía cuantiosas perlas de presemen.
Oliver no recordaba cuándo ni dónde había leído un artículo que aseguraba que el amor era más potente que la cocaína, de hecho, que cualquier droga conocida. El amor era un estado que idiotizaba, que entontecía, él mismo era su prueba viviente. Retorció los dedos en los almohadones a sus flancos y removió la pelvis para intensificar y acelerar la masturbación.
Oh, su chico, su dulce chico sin paciencia… Saif paró el vaivén de la mano lubricada por el incesante chorreo de líquido preseminal que hasta abrillantaba las congestionadas pelotas de Oliver. Algo cruel, rió, viendo cómo este, turbado, se estremecía, impulsando las caderas hacia arriba para que su mano siguiera pajeándolo.
Entreabriendo los ojos, Oliver fue a alzar la cabeza para mirarlo y protestar, mas no le dio tiempo a otra cosa que a medio resollar su nombre cuando Saif se engulló su verga hasta la ensortijada raíz. Parpadeó, sosteniéndose en los codos sobre los cojines y jadeó, contemplando cómo aquel hombre tan jodidamente guapo le mamaba la polla. El corazón le retumbó en el pecho al soniquete de la estrofa de la canción que se había quedado en su memoria desde la primera vez que lo había visto en persona.
La imagen religiosa que presentaba la familia real saudí disentía de la realidad vivida en las fiestas privadas, donde los hombres disfrutaban de la compañía de prostitutas, consumían drogas y en algunas ocasiones hasta el prohibido alcohol. «We ka7eel el 3een»[4], cantaba la música en su cerebro, incentivada por la visión de los oscuros ojos de Saif, su barbuda quijada y sus labios rodeándolo, bombeándolo hasta la campanilla… Podría correrse, Oliver podría hacerlo en ese mismo momento.
Y él podría bebérselo, Saif tragaría el tiroteo lechoso si no fuese porque tenía otra cosa en mente. Separó la boca de la polla, aun conectándolo con ella un puente de translúcida saliva, y se relamió, enderezándose para desatar el nudo del bisht.
Anglicano de nacimiento y ateo por convicción, Oliver dudó y se volvió agnóstico en el momento en que la capa se abrió descubriendo los férreos pectorales de Saif, salpicados de vello rizo y bruno. El bisht resbaló por los definidos antebrazos de este, le rozó las caderas y parte del musculado vientre, aguijoneado por el glande de la oscilante verga. Circuncidada y de largura y grosor envidiables, cabalgaba sobre la pareja de orondos testículos. Oliver deglutió saliva iluminado, ahora fiel y devoto creyente de un dios atezado por el sol del Ad-Dahna.
Continuará…
Autora: Andrea Acosta. Texto corregido por Silvia Barbeito.
[1] Alude a todo aquello que en el Islam está prohibido por motivos religiosos. Por ejemplo: alcohol, cerdo, juego, fornicación… Y a la vez, también se refiere a lo sagrado y vetado para el profano.
[2] (Arab) Mi amor, querido mío…
[3] Dirección General de Investigación de la agencia de la policía secreta del Ministerio del Interior de Arabia Saudita.
[4] (Arab) Y de hermosos ojos negros. Estrofa de la popular y multiversionada canción Sidi Mansour-Allah Allah Ya Baba, en este caso la versión de Dj Grossu.