Saif lanzó el bisht hacia atrás y se posicionó entre los pálidos muslos de Oliver. Con la mano zurda le acarició la cintura y con la contraria separó la cadenita de la diminuta argolla en el anillo. A sabiendas de que no iban a disponer de demasiado tiempo juntos, Oliver había optado por usar un plug para ahorrarle a él el deleitoso trabajo de prepararlo con los dedos y la lengua, de abrirlo con lentitud, estimulando su ano hasta que estuviese listo para recibirlo.

Agarró la culata del plug y, delicado, tiró de este hacia afuera. ¡Pop!, sonó, rompiéndose el vacío una vez el recto estuvo baldío. Dilatado, excitado y abierto, Oliver jadeó dentelleándose el interior de un carillo.

—Ven a mí, mi príncipe —imploró, necesitado. Una pátina de deseo viscoso le asperjaba el estómago procedente de su babeante polla. Aún con la ayuda del plug, al que había desterrado junto al bisht, Oliver seguía siendo algo estrecho para él.

Saif acarició el sensible orificio musculado con las yemas del dedo índice y el anular, introdujo uno y el otro omitiendo un tercero, ¿por qué? Por la súplica. Empuñándose la verga, que regó con una copiosa suma de saliva disparada de entre sus labios, se ubicó, apuntando el sonrosado ano de Oliver con su ancho glande.

—Lléname —rogó, gimoteante. Oliver febril, encaramó las piernas a los costados de Saif empujándolo contra sí. La dureza revenada comenzó a aporrear su entrada, presionando a las paredes, cargando contra ellas.

Saif aguardó, aguardó a tener la polla a mitad de camino en el estrecho canal y, entonces, agarró las piernas de Oliver y arremetió de una escotada
eróticamente violenta, arrojándose a lo más hondo. Se empujó, aplastando la boca contra la de él para amortiguar el grito y quedarse quieto, enterrado en el prieto culo.

Una bruma empañó los cristalinos azulones de Oliver que, aturdido por el avance de la pesada erección, rellenándolo, atiborrándolo como a una oca de Navidad, prorrumpía provocadores soniditos que mutaron a un
estrangulado gemido bajo los labios de Saif. De un instante a otro se vio ensartado, dolor y placer juguetearon con su sistema nervioso, atolondrándole el cerebro.

Aceite de almendras, agua de azahar, incienso, sudor y delgadas y salobres lagrimillas de puro deleite, todo ello, cada uno de los elementos, desprendía aromas que atiborraban los receptores olfativos, engrosando la producción de testosterona, hormona azuzadora de la pasión, responsable de que las caderas de Saif se balancearan antes de retroceder un tanto en el angosto y musculado canal que apretaba, apretaba, apretaba…

Oliver resolló, degustando el sabor de su propia verga en la boca de Saif, la saliva de este y la sal de las lagrimillas que sus ojos cerrados habían derramado y le regaban el semblante, cosquilleándole la quijada y la nariz
por la barba de él. A fuego, grabados en la psique de Oliver, se hallaban los recuerdos de Saif cabalgando las dunas del Rub al-Jali sobre una Hija del Viento, como acostumbraban a llamar a las yeguas árabes que eran tan
majestuosas y rápidas que a través de ellas Dios reivindicaba su poderío.

Él se sentía sobrecogido y sin haber sido ensillado, no obstante, sí montado, vaticinaba una rabiosa cabalgadura. Clap, clap, clap… embates rítmicos, intercalando acometidas de mayor a menor intensidad prolongando el
ensanchamiento del recto que, glotón, constreñía. El deporte más popular en Arabia Saudita era el fútbol y desde luego la cosa iba de pelotas entre Oliver y Saif puesto que las del príncipe aporreaban las nalgas del
pelirrojo y las de este rebotaban.

Saif besó los temblorosos labios de Oliver, que coreaban una sinfonía de palabras inteligibles. Regueros de transpiración le florecieron en las sienes, entre los omoplatos, resbalando por su tabique nasal, brillándole en las musculadas nalgas contrayéndose a cada embestida. Ensortijó los diez dedos de las manos en las hebras taheñas y alejó la boca de la de él, a una distancia equivalente a la de un suspiro.

—Entrégame lo que es mío —demandó bronco, manteniendo la zurda en el pelo de él para colar la otra entre ambos y tomar en la palma la sólida polla y masturbarla.

Oliver por entero ya lo era, ya era suyo de por sí, mas entendió lo que este quería decir. Entornó los ojos ahogados, a la deriva del juicio, y se estremeció antes de que su verga ametrallara largos caños de semen que
calaron de blanco la imparable mano de Saif, disparando chorros que le impactaron contra el vientre, en el pecho, empapándolo de la lechosa simiente que diseminaba por su príncipe, para su príncipe…

Apretujó, estrechó la encendida verga ordeñándola, esquilmándola sin frenar las arremetidas que hendían su polla en lo abisal del culo de Oliver, provocando a la sobreexcitada próstata. Saif gruñó con la mano nevada y
las pelotas picoteadas por su propio orgasmo rabiando, rabiando, rabiando.

Mediante un mecanismo ancestral, Oliver cargó los tobillos en las torneadas nalgas de él al mismo tiempo que las palmas y lo sostuvo contrayendo el recto, atrapándolo en el interior. A diferencia de Saif, él no le silenció los labios con los suyos y escuchó el rezongo animalesco por parte de Saif que, como un retumbo precedente a la tormenta, descargó en lo más hondo de él, inundándolo.

Todavía las ondas de incienso se retorcían y bailaban entre los ricos y coloreados cortinajes de la lujosa estancia. El aroma a dátiles, a té y a rojo desierto eran ridiculizados por el del sexo, por el acidulado del
esperma…

Saif, desgastado, vacío de savia, jadeó, prologando la posición un tanto más, morando en el embebido canal que lo aferraba receloso. Cerró los ojos, friccionando la nariz sobre la puntita de la de Oliver pensando en que el mundo no podía saber que el primogénito del jeque practicaba actos castigados con la pena capital.

No, no podían conocer el secreto que ahora jadeaba bajo su cuerpo empapado, lleno de él. Saif ladeó la cabeza, besando la pelirroja sien de Oliver y reculó liberándolo de su verga que ya menguaba. Tumbándose boca arriba en los cojines, acarició el tremulante brazo del chico para
asirlo por la cadera, acurrucándolo contra sí y preguntándose por infinita vez si Dios, El Clemente, iba a condenarlo por amar, no a un hombre o a una mujer, no a un sexo, a un tesoro, el más valioso que poseía, mucho
más preciado que el الذهب.

Autora: Andrea Acosta. Texto corregido por Silvia Barbeito. 

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