Un pobre fotógrafo de la fiesta Raw Erótica intenta domar a dos fieras que se retuercen por un escenario, se encaraman a un sofá, engullen provocativamente unos espaguetis y se encaran sin que se sepa muy bien si se van a matar o si optarán por comerse la boca. La vestimenta azul de ambas mujeres es cada vez menor, las pezoneras que lucen dejan de hacer su trabajo y toda su anatomía, toda, queda a la vista del público.
Los siete pecados capitales han entrado por la puerta del club Shoko de Madrid. Se trata de un espacio ideal para dejarse llevar por los sentidos y bailar con las eternas tentaciones que nunca fallan cuando hay que pulsar emociones. Jamás pensaron los espectadores que habría un fenómeno capaz de calentarlos más que el infierno que quema España estos primeros días de verano. Los más afortunados pudieron refrescarse con algunas gotas del champán que empapó la piel de las dos bailarinas, que se deslizaron sobre el suelo como quien se lanza por un tobogán de un parque acuático.
Una de las características del Raw Erótica es que los ojos no solo miran a las protagonistas del cartel. Máscaras de loba, toda clase de artilugios de cuero, fustas negras o rosas, cuerdas pidiendo ser desatadas y mucho morbo se dan cita en la velada. La noche la dirigió Roma, una estrella con tantos trajes como carisma para dejar claros los códigos de la cita: Aquí se ha venido a jugar. Las normas se van describiendo con el paso de las horas.
Hasta entonces, un sinfín de estímulos visuales y sonoros empiezan a presentarse sobre las tablas. La energía de una bailarina de Pole Dance, subida a unos tacones eternos, trenzas interminables y con unas piernas kilométricas, sacude la sala al son de Marilyn Manson, que azota y avisa de que esto no ha hecho nada más que empezar. Así lo corrobora un mordisco a una manzana que incita a pecar. Al poco, una sesión de shibari crea un juego de cuerdas, sombras, música y detalles como las gotas de sudor que surcan el rostro del atador y los gestos de placer y dolor entrelazados de su sumisa.
Las pantallas acompañan a los espectáculos del Raw Erótica. En ellas se aprecian los detalles de los cuerpos que se mueven y los vestidos de Roma, amor al revés, con ganas de darle la vuelta a los prejuicios y estereotipos. Tras ella se suceden danzas de burlesque, grandes abanicos de plumas que fracasan en su intento de ocultar la piel de quien los agita. Un chulapo madrileño también se deja llevar por el calor y muestra prácticamente todo lo que esta noche no le apetece esconder.
La moral en la Raw Erótica
El pecado capital correspondiente a este sábado es la soberbia. Sin lugar a dudas. La comunión entre público y artistas se refuerza cuando concluye la Raw Erótica, al menos en la relación puramente escenario-espectadores. Una vez en la fiesta posterior, donde cerezas, champán y chocolate invitan a la liberación, es momento de dejarse llevar y, por qué no, reflexionar. Mar Márquez, una de las organizadoras de la sesión junto a Karen, de The Moan Club, se pasea con sus ropas cortas y larga labia. Un tatuaje decora una de sus nalgas, pero ella sabe que nadie se lo va a tocar: «Aquí manda el respeto, no es como en cualquier otro sitio que la gente se aprovecha».
Gestionar esta bacanal artística es un camino complicado debido a la moral que lastra a la sociedad. Márquez explica que se mueven «por el boca a boca, los medios no aceptan la publicidad porque dice la palabra ‘erótica’ y las redes sociales nos censuran». Otro impedimento, asegura, lo presentan quienes no creen en la libertad de una persona para seducir y actuar: «No es lo mismo ser una cosa que un objeto. Yo soy objeto del deseo ajeno y ellos son mi objeto porque disfruto siendo deseada. Hay personas que creen que nos cosificamos».
La noche avanza y la Raw Erótica es más cruda que nunca. La carne se deja ver y se libera. Los atadores practican su arte con los voluntarios que quieren sentir las cuerdas rozando su piel. La opresión de los cabos, el roce, la respiración del maestro y la sensación de sometimiento atrae a quien decide probarlo por primera vez. Esas fueron las únicas ataduras de una fiesta en la que manda la libertad.