Como dice la canción, esa carita que me llevas no me lo pone fácil. Te miro en silencio, puede ser que no esté siendo muy discreta; me da igual. Cada vez que cruzamos miradas un escalofrío de placer me recorre el cuerpo. Un cosquilleo conocido que nace en la ingle y se extiende por las piernas como si alguien me hubiese enchufado electrodos.
Sostengo la pajita del cubata entre los labios mientras esbozo una sonrisa. Llevo toda la noche fijándome en ti: estás al otro lado de la pista, bailando con esta y con la otra, sin atreverte a ir a más.
De vez en cuando me miras, y en una de esas, hago como si no me diese cuente y empiezo a bailar, moviendo la cintura lentamente, deslizándome hacia el suelo con los ojos entrecerrados y las manos arriba, despeinada. Y aunque me haga la loca, sé que me estás mirando. Me queman tus pupilas. Y me encanta.
Ya no somos niños, ¿no? Si algo bueno tiene el alcohol es que te desinhibe. Así que me acabo la copa y avanzo con decisión hacia ti. No creo que nadie se haya dado cuenta; te cojo de la camiseta y te arrastro hasta el baño. Y aunque al principio pareces un poco cortado, al final haces por besarme. Pero yo no te dejo. Aún no.
Nunca lo he hecho en el baño de una discoteca. No sé si será cómodo, aún no sé si me va a gustar, pero sé que me da morbo colarte detrás de la puerta y cerrar de un golpe; me da morbo pegarte a la pared, me da morbo hundirte las manos debajo de la camiseta y notar los oblicuos que bajan por tus caderas.
Me da morbo darte un beso largo y húmedo, un beso que sabe un poco a whiskey y que prolongo mientras tú enredas debajo de mis pantalones.
Te apoyas en la taza del váter y yo me siento encima. Me quitas la camiseta apresuradamente, desabrochas mi sujetador y lo tiras al suelo. Es mi turno; hago lo propio contigo y en el proceso te revuelvo el pelo. El sonido de la bragueta al bajar me vuelve loca. Dios, qué ganas tenía de esto.
Alguien llama a la puerta.
-Tú – me dices, apartando un segundo la cara, preocupado porque nos vean.
-Shhh, calla – digo, y te agarro para besarte; cierras los ojos y te olvidas de que acaban de molestarnos.
Nos reímos boca a boca. Nos movemos a la vez. Oírte gemir en mi oído me pone tanto que me agarro con fuerza a tu cuello, como si temiera que te separaras. Primero llego yo, con un jadeo seco, maravillado. Entierro la cabeza en tu hombro. Y por tu forma de tensar tu cuerpo contra el mío y después dejarte ir relajado, sé que también te acabas de correr.
Ni siquiera sé tu nombre, pero no me importa. Te acaricio la mejilla, un poco áspera por la barba naciente. Nos quedamos un rato así: yo encima de ti, tú respirando con fuerza. Siempre me gustó el momento justamente posterior al sexo.
Me pongo de pie y me subo los pantalones mientras me miras con avidez. Esto se queda aquí, pienso. Me pasas una mano por la cara interna de la pierna, yo me inclino y te doy el último beso.
-Chao – te digo, sonriente, antes de desaparecer.
Salgo del baño. Quien fuera que estaba llamando, ha desistido.