Recuerdo que miraba las filigranas del empapelado y las distintas herramientas que debería haber usado el tornero para hacer las molduras torneadas en madera de los esquineros de nuestra cama estilo inglesa que, habíamos comprado como parte del mobiliario de nuestro primer apartamento.
Con suerte variable, cogí con mi abnegada esposa durante más de 40 años. Ella habrá recibido en su cachucha más de 16 y medio litros de leche de mi poronga a razón de 2.080 cogidas en total. Con un promedio muy prudente de un culeo por semana y en cogidas en las cuales le habré metido unos 8 cm de leche en su cajeta.
No es muy loco pensar que, en realidad, fueron muchas más cogidas. Durante muchísimo tiempo, culeamos más de dos veces por semana y los fines de semana, en los primeros años de casados, entre sábados y domingos lo habríamos hecho más de seis veces en dos días.
Entonces pensar que, entre cogidas y cogidas, mi señora recibió de mí algo más de 30 litros de leche de mis huevos. Sin contar todas aquellas acabadas que le hice en la boca y que, con paciencia, aceptó recibir en el fondo de su garganta. Más de una vez, se las habrá tragado sin poder evitar que yo se las enviara, al fondo de su garganta, con arcadas incluidas.
Los años te dan experiencia. Aunque uno normalmente no hace comparaciones con otras parejas, con el tiempo fui logrando extender mis períodos de serrucharle la concha, sin tener esos deseos intensos de acabar de las primeras veces. Era capaz de regular mis deseos y muchas veces quedarme sin acabar, con tal que ella disfrutara de sus orgasmos.
Es más, muchas veces, el solo hecho de que ella acabara del modo tan espectacular en el que lo hacía, me producía tanta satisfacción que yo ya no tenía la imperiosa necesidad de acabar. Disfrutaba y envidiaba, como loco, esa enorme capacidad que tenía mi mujer de tener cuatro o seis orgasmos. Solo sentir como ella acababa me dejaba contento y satisfecho de lo logrado. Ya no necesitaba terminar.
A pesar de ello, nunca pude tener dos orgasmos uno tras otro, siempre tuve mi orgasmo pero incapaz de tener inmediatamente un segundo por más que lo quisiera hacer. A pesar que no se me bajaba la pija, después de acabar la primera vez, si pretendía serruchar para obtener la segunda acabada, al cabo de serruchar un rato la pija poco a poco se iba desinflando, sin tener posibilidades de un segundo orgasmo.
Si podía tener otro pero debía necesariamente pasar unas cuantas horas después del primero.
Salvo una vez cuando tenía más de 55 años. Después de un hermoso polvo que habíamos tenido una tarde en el sótano, sobre la cama matrimonial que estaba allí guardada mientras construíamos la losa de la casa.
Después de acabar y tener mi delicioso orgasmo tras la siesta, tuve la deliciosa alegría de que todavía la pija me seguía tan dura como al principio. Tan dura que hasta a mí me llamó la atención. Como si no hubiese aún acabado, tiesa y firme, dispuesta a coger de nuevo.
A mi mujer, que me conoce muy bien, también le llamó la atención a esa pija mía que, como siempre, después de acabar, se desinflaba, bajaba, y retiraba a dormir. Pero esta vez seguía dura como antes de empezar.
Con mi pija bien dura, se la volví a meter y estuvimos serruchado y disfrutando esa cogida por un buen rato. A pesar de esta rigidez, no fui capaz de acabar por segunda vez, pero los momentos posteriores a mi primer acabada fueron realmente muy agradables. Después, esa erección post eyaculación, nunca más se repitió.
El tiempo fue pasando y mi mujer fue perdiendo el interés en coger conmigo. No era porque no me quisiera si no porque la penetración se le iba haciendo dolorosa. En lugar de disfrutar le producía dolor el coger. Así que, poco a poco, fue dejando de lado el placer de coger conmigo.
Yo, en cambio, seguía con mis deseos como siempre. Estos estaban más exacerbados aún por la disminución de nuestros habituales contactos sexuales, los cuales se iban distanciando irremediablemente. Yo cada vez con más ganas acumuladas y sin satisfacer.
Así, sin proponérmelo, y gracias a una oportuna terapia psicológica, en esos tiempos me fui liberando de mis ataduras religiosas con respecto a lo pecaminoso de las pajas y empecé a disfrutar de ellas después de tanto tiempo reprimidas.
Al principio, me hacía tantas cuanto pudiera, en cualquier momento y lugar. Sacaba tiempo de donde no lo tuviera y disfrutaba del hecho de hacerme pajas en lugares en donde nunca lo hubiera imaginado. Como, por ejemplo, mientras todos reposaban el almuerzo en el trabajo, yo me ponía detrás de la puerta de mi laboratorio para tener tiempo de esconder mi pija, por si alguno entraba de improvisto.
Una vez el gerente me pilló tras la puerta pero pienso que habría pensado que yo estaría dormitando aunque nunca lo sabré. Solo tuve milésimas de segundo para guardar mi pija dentro del pantalón que, por supuesto, estaba abierto pero simulaba estar cerrado.
O los cientos de veces que iba al baño y me encerraba, no para cagar ni mear si no para sacar mi verga enhiesta y hacerme una gloriosa paja hasta el borde mismo de la eyaculación. Muchas veces, saltaba o tiraba la leche sentado en el inodoro que más de una vez pegaba en la puerta cerrada. Después, con papel higiénico, limpiaba la leche del suelo y de la puerta y hacía una raya imaginaria, en el borde de la misma, con el número de pajas que me había hecho en ese baño.
O las tantas veces que esperaba a una micro o bus, generalmente el 88, que viniera suficientemente vacío como para sentarme en el último asiento si era posible y allí pelar mi verga para hacerme una paja disimulando con una revista que me la tapaba.
No fueron muchas, pero también regué el piso del ómnibus con la leche de una paja volviendo a casa, que era cuando generalmente estos buses venían menos llenos.
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