Trabajar en verano es horrible. Hacerlo en Madrid, peor. Ni te imaginas currar en Callao, en pleno centro. Turistas, curiosos e idiotas varios que entran en la tienda a mirar y a no gastar. Toca atenderlos con una sonrisa, parecer agradable y disimular lo cachonda que estoy estas semanas. Bueno, siempre. Pero últimamente tengo tantas ganas de sexo que, con la excusa de bajar al almacén, alivio mi apetito de orgasmos con mis dos dedos mágicos.
La culpa la tiene él. No nos conocemos, pero llevamos unos días hablando por el móvil y la ola de calor a la que lleva a mi entrepierna me tiene sofocada. Le he mandado audios, fotos, gifs y todo tipo de vídeos en los que muestro las ganas que tengo de ser suya. “Soy tu sumisa”, le digo, y le relato lo que voy a hacerle cuando lo pille. Él me ha correspondido con su polla, que sospecho que encajará bien en mí y llenará mi garganta. Se lo he comunicado, claro.
Acaba mi jornada e intento espantar las fantasías y a los últimos clientes de la tarde. Tras la caja, hago números cuando oigo abrirse la puerta. “Perdone, estamos cerrando”, recito automáticamente sin levantar la cabeza de la libreta. “¿Para mí también estás cerrada?”, responde una voz que me suena. Dispuesta a hacerle pagar por la sobrada, miro a la puerta y me encuentro con el responsable de mi humedad veraniega. O al menos encaja en la imagen que tengo de él. Alto, moreno, pelo revuelto y con sonrisa burlona.
Me quedo de piedra. Pero él no. “Tranquila, ya cierro yo”, me dice al oído mientras roba las llaves que cuelgan de mi cuello. “¿Qué haces aquí?”, balbuceo. Sin darme cuenta, me ha agarrado del brazo y tira de mí hacia la trastienda del local. El almacén que tantas alegrías estivales me ha dado.
Se abalanza sobre mi cuello -Nunca debí confesarle lo que me pone que me lo muerdan- y explica, simplemente, que tenía ganas de verme. Se le notan en la boca y en la bragueta. Me eleva y me sienta sobre una caja grande al mismo tiempo que baja mis pantalones, sin miramientos, y aparta mis braguitas. Me mira a los ojos, sonríe y empieza a besarme con unos labios carnosos, duros, que muerden y se dejan morder mientras su lengua masajea a la mía.
Sus largos dedos entran en mi coño ayudados por la humedad que me está empapando. Me masturba fuerte, muy fuerte, como ya sabe que me gusta. Me pone muy cachonda cómo nos besamos y cómo, casi sin darnos cuenta, hemos conseguido desnudarnos. Su pene me apunta y es mi hora de corresponderle como merece.
De rodillas, escupo sobre esa verga mientras él observa, imponente, desde arriba. Poco a poco, me la introduzco en la boca y empiezo a jugar con las presiones, con la lengua, con el contorno de los labios y con la intensidad. Detengo sus ganas de follarme la boca con una cadencia lenta en la que saboreo cada milímetro de su piel. Él es ruidoso y resopla a medida que aumento la fuerza y permito que él domine el ritmo con la mano en mi coleta. Le pido, le exijo, que tire de ella hasta que me atragante.
Una mirada basta para que me ponga de pie. Adivino lo que tiene en mente y me siento sobre la caja del almacén. Abro bien las piernas, que rebosan humedad, pidiéndole que me la clave como me prometió en las noches de calentamiento. A la primera, fácilmente, empieza a penetrarme. Me embiste, me llena por completo a una velocidad que eleva mis gemidos a la categoría de gritos. Menos mal que ya es tarde.
“No pares de mirarme”, me ordena. Yo ahora no puedo decir nada porque me ha metido los dedos en la boca. Me dejo llevar. Me empuja con fuerza, el eco del almacén multiplica el morbo de esta situación. A ambos nos está encantando, a juzgar por cómo jadea él en mi oído. Seguramente me deje alguna marca por la fuerza con la que lo muerde. Pero me da igual.
Mi orgasmo se ha debido escuchar hasta en Sol. No sé si son las ganas que tenía de que me follara o los buenos recuerdos del almacén, pero he dejado la caja con un reguero de fluidos que difícilmente pueda explicar. Mi cliente especial me dice en la oreja que se va a correr. Pero ahora mando yo. Me pongo de rodillas otra vez y chupo con ganas toda su polla.
Con la excusa de no manchar aprovecho para tragarme toda su corrida. Hemos cumplido lo prometido todas estas semanas de cachondeo. Ahora nos miramos sin saber muy bien que hacer. Nos vestimos y subimos a la tienda. Con su ironía de siempre, se despide y me deja de pie, anonadada.
Una vez en casa, por la noche, me vibra el móvil. Es él. “¿Qué necesitas?”. Sonrío. “A ti… aquí”. En unas décimas de segundo carga su siguiente mensaje: “Voy para allá”.