Siempre tuve miedo a las primeras veces. Supongo que forma parte de esa exigencia brutal a la que nos exponemos en cada momento de nuestra vida. El miedo al fracaso atenaza más que el ánimo que aporta las ganas de éxito. Quizá pueda resumirse en que me cagué la primera vez que me tumbaste en tu cama, cerraste la puerta, me mandaste callar y empezaste a desnudarme.
Llevaba tiempo detrás de ti. Aunque quizá tú no lo supieras. Bueno, seguramente algo sospecharas porque en tus ojos mágicos siempre había algo de conjuro. Dudo que conozcas la reacción que generaste en mi mente y mi entrepierna cuando te vi asomar por aquella aula. La primera vez que apareciste pasé una noche protagonizada por esa persona desconocida que se coló en mis fantasías hasta hacerme amanecer sobresaltado tras soñar que te daba la vuelta, te mordía el cuello y rompíamos a sudar durante horas de sexo salvaje. Al despertar lo único mojado que había bajo las sábanas era mi ropa interior.
Te convertiste en una especie de amor platónico que me calentaba con un fuego que hubiera iluminado la cueva de donde quería escaparse el filósofo griego. En otras palabras, que me ponías. Mucho. Demasiado quizá como para aguantar varias horas sentados en un mismo espacio sin poder tocarte y romperte esos pantalones que escondían tu secreto mejor guardado. La primera vez que hablamos no fue ni una conversación porque me puse rojo, balbuceé unos sonidos y tuve que esconderme en el baño para disimular el bulto que amenazaba con estallar bajo mi bragueta.
La primera vez que hilé varias frases seguidas contigo fue tras masturbarme a conciencia y haber hecho ejercicios de relajación. Sonreías como si hubieras visto también la escena que atravesó mi mente mientras me vaciaba: tú, de rodillas, con la lengua fuera y llenándote la boca de mi jugo. O quizá era una mera mueca de educación. Yo ya no sé qué pensar, así que mejor dejarse llevar.
Empecé a pensar que tú también me deseabas. Que en tu soledad también bajabas tu mano hasta debajo del ombligo para recrearte en lo que me harías. O en lo que te haría. O en lo que nos haríamos. O en lo que nos haremos si de una vez por todas entiendes que te deseo, que me excitas, que te anhelo, que quiero devorar tu oreja mientras te susurro que mucho que me pones, siempre y cuando tus gemidos permitan que se me escuche.
La primera vez que te propuse un encuentro algo más privado llegó tras una noche sin dormir. La presión me aterrorizaba y envolvía en sudores fríos que no se caldeaban ni aun calentándome yo a mano, como se ha hecho siempre y como siempre he hecho desde que vi ese culo menearse delante de mí. Confieso: no hay minuto en el que no aspire a estar dentro de él.
Y por fin te tengo aquí, pienso, mientras te deslizas en tu cama como quien sabe que hace algo prohibido. Ahora mandas tú tras meses de fantasías en el que el único dictador era yo. Tendré que adaptarme a que tú lleves la iniciativa, me abras los botones de la camisa exasperantemente despacio, uno a uno, mientras con la otra mano te abres paso hacia debajo de mi pantalón.
Por fin noto tu aroma inundando mis sentidos; tu pelo, salvaje, acariciando mi piel; tu pecho, suave, apostado sobre el mío; tu barba, minuciosamente desaliñada, lijando mis mejillas. Tus manos, anchas y de dedos largos, dominando la situación como si no tuvieran miedo de esa primera vez. Siempre tuve miedo a las primeras veces, Álex. Pero sé que solo tú podrás morderme los temores.