Varadero. Menudo tugurio. Tío, es que mis colegas son monótonos cuando salimos de nuestra ciudad y nos vamos de fiesta a la costa. Basta ya. Siempre al mismo infame garito. De verdad, no sé qué les gusta. “Es que las tías que van están buenísimas”, dicen mientras se encogen de hombros. En fin. Una noche más tirada a la basura.
Qué se le va a hacer, vamos a ver si nos echamos las risas. Empiezo a menearme como una palmera. Cae el primer ¿Seagrams? con 7up. El garrafón forma parte de Varadero como la borrachera de hoy en mi resaca de mañana. Asumimos. Bueno, al menos la música no está mal. Han pasado del reggaetón clásico hasta el rock de toda la vida. Y una chica morena no ha parado de mirarme. Quizá fuese porque soy un tío súper atractivo e interesante. O quizá porque he subido a mi colega a hombros mientras sonaba Fiesta Pagana. Ella sabrá.
Entre una cosa y otra hemos cerrado Varadero. Lástima, hoy no ha estado tal mal. He reparado en los tatuajes de la chavala de antes y he de decir que tiene su rollazo. Ha seguido mirándome pero me ha dado cierta pereza –y miedito- ponerme a ligar. Nos recogemos. Ponemos rumbo a una ¿pizzería? en busca de algo que nos llene el buche.
Justo cuando estoy dándome la vuelta noto unos golpes en el hombro. Me giro. Otra noche que acaba en pelea, pienso. Pero es ella. Creo que la sorpresa se me nota desde Sebastopol. “Hola”, saluda. “Hola”, acierto a decir, pues siempre fui un tipo ingenioso. La chica me pide el Instagram o “alguna forma de comunicarse conmigo”. “Aquí hay tema”, carbura mi cerebro. Tenía dos móviles en el bolsillo –soy así de chulo- y le digo que no gasto de eso. Ella se sorprende: “¿Y tu número?”. “Tampoco”, miento. Si es que soy imbécil.
Entretanto, mis colegas se han ido alejando y veo que me toca actuar. “Pero podemos hablar en persona, si quieres”, concedo como si de verdad valiese la pena dedicarme unos minutos. Accede. Milagro. Nos sentamos en la parte exterior de una sucursal bancaria y una cosa lleva a la otra y nos comemos la boca. Me pregunta, tan seria como sincera, que por qué no le había hablado antes, en el famoso Varadero. Entonces respondo la verdad, que estaba harto de tener que ir detrás de la gente y que a veces les toca a ellas llevar las riendas.
Y tanto que las lleva. Tras arrojarle poco disimuladamente las llaves de nuestro deleznable albergue a uno de mis compinches, la chavala asegura que va a buscar a una amiga con la que vuelve a casa. “Claro, te espero aquí”, contesté sin darme cuenta de que es el típico momento en el que la chica aprovecha para corregir el error de juntar morro conmigo.
Me equivoqué, pues cumplió su promesa y apareció puntual. Yo asumo que esto es un inaudito y pongo rumbo a la casa de la acompañante, una chica súper maja y a quien le doy la chapa con mi insípida vida. Y, de repente, la frase: “Oye, ya que estás conmigo, te vienes a mi casa, ¿No?”. “A ver”, asumo otra vez. En serio, no entiendo que la chica siga a mi lado. Despedimos a la amiga en su portal y ponemos rumbo a la que deduzco que es su casa.
Una vez allí nos recibe un perro muy majo y muy loco que nos acompañará toda la noche. Toda. La susodicha me conduce a su cuarto y me pide que me desnude, que se va a duchar. Le hago más o menos caso hasta que vuelve a cumplir su promesa y aparece, envuelta en la toalla, en la habitación. Antes de todo esto habíamos hablado de música. Le digo que me mola Extremoduro y que estoy descubriendo a Kase-O. Dirige un segundo la atención a su móvil y, oh sorpresa, suenan acordes de una música que exige bailarla tumbados.
Nos tumbamos en su cama y empezamos a besarnos. La toalla vuela por ahí y cae al suelo, por donde trota el perrito, que debe pensar que algo le pasa a su dueña, quien empieza a gemir a medida que mis dedos estimulan su entrepierna mojada gracias a la ducha y a la acción de los índices. Su piel está adornada de tatuajes de todo tipo. Con la excusa, le digo que me apetece conocerlos. Uno a uno, empiezo a deslizar mis labios por la tinta y oriento mi lengua hacia las zonas que considero más oportunas.
La valentía que mostró en Varadero también la ha trasladado a su cuarto. Me tumba, sin dejarme rechistar, sobre las sábanas. Su boca se desliza a mi pene y empieza una felación que me hace bendecir las miradas cruzadas en la discoteca. Aquí comienza una noche de sexo de todo tipo. Ella arriba es una auténtica dictadora. Ella abajo acompaña y acompasa todos mis movimientos y me exige, a gritos, que me corra. No estoy yo para incumplir sus deseos y, con mi boca en su cuello, satisfago su demanda.
Los únicos instantes de silencio de la velada preceden a mis ganas de devolver la cortesía de invitarme a su morada. Mi lengua se centra en su clítoris; mi boca engulle toda la zona mientras mi índice y mi anular entran y salen de su húmedo coño. El pulgar acompaña este baile con movimientos circulares que, creo, son bien recibidos por mi acompañante. Y tanto (bis). Eleva su pelvis, agarra mi nuca con fuerza y guía los últimos instantes previos a su orgasmo. Me dejo llevar, como he hecho desde que me atrapó a la puerta de Varadero.
Las tres horas siguientes son una sucesión de batallas en una guerra que no parece tener fin. Hemos dejado la cama indecente y el perrete sigue dando vueltas. Llega a subirse y a mí me da un algo. La verdad es que la velada ha sido perfecta, pienso mientras me ducho. He renunciado a desayunar allí porque ya me ha parecido demasiado. Soy castellano, así que recelo de todo aquello que tenga pinta de ser perfecto. Nos despedimos. Nos agradecemos la sinceridad y le aplaudo que ella llevara la iniciativa. Sé que difícilmente vuelva a verla, pero conservo su Instagram por si acaso algún día el destino decide reunirnos de nuevo, como cuando enlazó nuestras miradas en el infausto Varadero. Espero que para entonces siga considerándome un tío que valga la pena y no un fantoche de discoteca.
(Basado en) hechos reales.