Barcelona arde y no sé si queman más los contenedores o la paradoja de encontrarte. Tú, enfundado en la coraza de policía; yo, con la estelada a modo de capa y un cóctel molotov en la garganta. La sentencia del procés te ha traído y nos ha separado en trincheras ideológicas, aunque ambos sabemos que el incendio que nos une es más fuerte que los pensamientos que nos separan.
Corro por la Diagonal mientras tus compañeros, o quizá tú mismo sin saberlo, persiguen a mi grupo. Pero mi mente no está con los CDR, mi cabeza solo piensa en la escapada de anoche en tu vehículo oficial para observar desde Montjuic las llamas de nuestra ciudad y jugar nosotros a prendernos como enemigos que solo se reconcilian con la chispa del fuego. Mis piernas me llevan casi sin darme cuenta al local en el que mis colegas tratan de esconderse de tu ejército. Yo estoy nerviosa porque nunca sé si tu intervención será la última y esta noche el procés hace que Cataluña huela a guerra y pasiones. Como la tuya y la mía.
Esta vez escondemos nuestra simbología independentista y hacemos un paseo de reconocimiento. Admito que estoy más pendiente de identificarte entre la armada policial que en reconocer a amigos heridos, a posibles objetivos para levantar barricadas y en escuchar a quienes nos dirigen por la ciudad. Me dijiste, poco antes de vestirte esta mañana, la zona por la que ibas a estar esta noche. Hacia allí llevo a mi gente, que no sabe nada de lo nuestro ni de las ganas que tengo de quitarte tu ropa con protecciones.
Creo haberte localizado. Alto, muy alto, con esa forma de correr tan tuya que tantos problemas te ocasionó en la academia. Me pone horrores, y juraré no haber dicho esto, verte trabajar. Sé que tu ética te impide pasarte con el débil y que solo quieres «poner orden», como te gusta decir, para mi disgusto. Repartes para quien crees que lo merece, y aunque muchas veces discutimos por ello, en el fondo sé que intentas ser justo dentro de nuestros distintos modos de comprender la justicia.
Sé que me has visto y me palpita el corazón y la entrepierna cuando te diriges hacia mí. Más me pone cuando apartas al agente que se dirigía hacia mí con la porra en ristre y finges que usas la fuerza contra mí. Me aprietas con fuerza el brazo -eso me va a provocar más de un moratón, cabrón, tampoco te lo tomes tan a pecho- y me llevas a empujones hacia una zona en este momento más tranquila. No me gusta que me dominen, chaval, pero el morbo de la situación me está volviendo loca. La independencia de Cataluña y mi oposición a la sentencia del procés ya no ocupan la prioridad de mi pensamiento.
Con la excusa de que eres madero te adentras en un portal. Aún no te has quitado el casco y esto sería muy confuso si resulta que el picoleto que me ha arrastrado no fueses tú. Me llevas por las escaleras hacia el garaje y, en la entreplanta, te detienes bruscamente. «Núria», escupes mientras te quitas el casco. «Te tengo dicho que no te acerques tanto. Te la vas a llevar. Y puede que sea yo el que se vea obligado a darte». Contesto. «Jaume, déjame luchar por mi pueblo».
Él se ha quitado el casco y los dedos que esconde su guante empiezan a quitarme la camiseta mientras debatimos. Mis manos se esconden en su pelo y mi boca se lanza a su cuello con ganas de morderlo y callar el miedo que bailaba en mi lengua. Unos segundos después ambos estamos desnudos, frente a frente y con la sonrisa del enemigo que se encuentra y quiere disfrutar de un último duelo.
«Dese la vuelta», exige Jaume, con una sonrisa macabra. Acepto la orden y me pongo de cara a la pared. Oigo su respiración en mi oreja como la estampida que corre por Barcelona esta semana. Sin mediar palabra, lo noto dentro de mí y noto por sus embestidas que su disfrute va más allá de lo meramente sexual. Como el mío al clavarle los dientes en la boca.
Como buena revolucionaria, no voy a permitir este abuso de la autoridad. Me giro y salto sobre sus brazos. Me coge, fuerte, firme, y vuelve a penetrarme mientras lo miro a los ojos. «Eres el enemigo. Lo sabes, ¿no?», le anuncio firmemente mientras boto sobre su porra reglamentaria. La de chistes malos que hemos hecho con esta mierda, joder. El policía responde, con una chispa en sus ojos, que a veces los extremos se tocan. Ahogo sus palabras con un beso que solo termina cuando noto en mí el mayor calor que ha sentido la rosa de fuego en la que se ha convertido Barcelona desde el lunes.
Rápidamente, nos vestimos con nuestros respectivos trajes de superhéroes, aunque tenemos conceptos muy distintos sobre esa palabra. «Salga del portal», me pide, burlón. «Y si no me da la gana, ¿qué?», respondo, desafiantemente sarcástica. Lo he dejado sin palabras. Abre la puerta. «Me veré obligado al uso de la fuerza», sentencia, quizá más serio de lo que me esperaba. No puedo impedir un pensamiento de preocupación mientras ambos volvemos a la calle.
«¡Fuera de aquí, feixista! Fuera de Cataluña las fuerzas de ocupación», le grito. Noto el baile de su sonrisa por debajo de su casco cuando finge perseguirme hasta la esquina y me ve perderme entre el gentío. Lo único en lo que ambos coincidimos es que queremos que esta guerra acabe. Lo que nos separa es cómo queremos que termine. Tú quieres a tu España; yo quiero a mi república. Pero nos queremos.