Estoy harto de viajar en bus. No quepo en los asientos, es una rutina aberrante, son incómodos y monótonos. Nunca pasa nada en el autocar. El paisaje es siempre el mismo y mi mente fantasea cómo y con quien no debe. Y esto, cada dos semanas.

Mis horarios suelen ser siempre iguales, y se conoce que a ella le ocurre lo mismo. Se sienta más o menos en el mismo sitio siempre que puede, a mi derecha, y no hay viaje en el que no crucemos nuestras miradas. Nos reconocemos como aquel pobre desgraciado que comparte trayecto y no puede pagarse un tren, pero ella no sabe que me muero de ganas de hablarle y no sé cómo.

Sentados, viendo la vida pasar en el bus.

“¡Hola! Ya veo que eres igual de desdichada que yo. ¿Nos sentamos juntos y compartimos nuestras miserias?”. Creo que no es plan de decirle eso. Tampoco me atrevo a sentarme a su vera así como si nada. Sería raro, especialmente dada mi propensión a sudar cuando hay poco espacio y mucha tensión, como sería el caso. Tampoco me convence soltarle, directamente: “Hola. ¿Me acompañas a la parte de atrás del bus para cumplir una fantasía erótica?”.

Nadie se puede ni imaginar la cantidad de veces que he pensado en perdernos entre esos asientos azules, aparentemente suaves pero que pican más que el bigote de una tía abuela. Tampoco me atrevería a comentarle que he imaginado aposentarme a su lado y meterle mano, sigilosamente, mientras surcamos los campos amarillos de nuestra tierra.

Honestamente, dudo que nadie se diera cuenta de que en las últimas filas hay dos chavales magreándose. Si alguien mira, pues que mire y disfrute. Pero sin salpicar, por favor. Esos lugares son un poco más amplios, lo bastante como para que una persona se ponga de rodillas y deleite a la otra con su lengua para amenizar el viaje en bus.

Ya me sé de memoria el contorno de su rostro, sus pequeños ojos verdes, su salvaje pelo castaño que grita en susurros que lo atrape en una coleta para no molestar a la boca que me complacería. Su cuerpo, tan flexible y capaz de contorsionarse. He memorizado su olor a morado, un aroma sinestésico que conservo cuando llego a mi casa después del recorrido y tras abandonarla en la estación.

Quizá algún día me atreva a hablarle, puede valer con una conversación formal, educada, apacible, acerca de qué pinta en esta ciudad que nos ahoga y que exprime a pueblos y ciudades pequeñas de España. Yo creo que es profesora. Tiene cara de profesora, no sé por qué. Confieso que lo ambiciono porque me gusta que me manden, que me reprendan, que me obliguen a seguir descubriendo qué hay debajo de su falda.

Pero no me atrevo. El bus nos ha unido pero no tanto como yo quisiera. En lo que escribo estas líneas han pasado ya las dos horas de rigor. Algo es algo, me consuelo, se me ha hecho más breve que de costumbre. Me pongo en pie y pongo rumbo a la escalera, junto al baño-zulo que tantos encuentros ha albergado en mi mente.

En la dársena dejo a Cristina, nombre que le adjudico sin criterio alguno. Cojo mi petate al mismo tiempo que ella abraza y besa a su novia, que ineludiblemente viene a recogerla al bus en cada viaje. Y ahí sigo yo, dándole vueltas a mis miedos, pasando junto a la casa de apuestas y unos baños que huelen a orines prehistóricos. Al menos me acompaña mi soledad.

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