La despedida es eso que pone punto y final a una historia, un recuerdo, una etapa. Soltar, respirar, aceptar, vivir.
Y esto es una despedida sin ti. Porque ni estás ni te puedo obligar a que estés. No sé qué falló, qué hice bien o hice mal. Lo que sé es que me pones, que eres casa, que te espero sin querer y que eres inolvidable.
Decir adiós es duro. Implica muchas cosas, no es solo despedir a una persona. Es decir adiós, por ejemplo, a un olor. Esa colonia que reconozco en cada esquina de la ciudad y que me gustaría que viviera en mis sábanas.
La despedida de unos labios. De como besan, como hablan, como se dejan querer. Unos labios en los que me quedaría a vivir. Por los que no soy capaz de seguir una conversación porque los ojos se me pierden en las curvas que forman tus palabras. Unos labios que acarician suave y besan fuerte. Que conocen cada centímetro de mi cuerpo. Que se funden con los míos y hacen la más bella melodía que se puede imaginar. Tus labios, que ojalá fueran míos, porque los míos te los regalé. Esos labios que se perdían buscando mis más bajos instintos y que me daban noches de charla y orgasmos.
Despedirse de una voz. De un acento. Una forma de hablar. Un «deje». Del poder de provocar excitación sin rozar la piel. Del cantar. Del follarme la mente y así llegar al corazón, al que no quería que llegaras, porque sabía que te lo ibas a quedar. En realidad, ya era tuyo, solo que yo no lo sabía. Reclamabas tu propiedad.
La despedida de unas manos. Musculosas, morenas, habilidosas. Curiosas siempre buscando su premio. Unas manos que me tocan, me hacen disfrutar, me zarandean y me arañan. Me agarran las carnes y manejan mi cuerpo como si fuera un juguete. Tus manos, que ojalá siempre me acariciaran y leyeran el idioma secreto que hablan mis poros.
Despedirse de unos ojos, de tu mirada. De como me mirabas. La expresión triste y de fondo el miedo. El iris oscuro y la pupila rebosante de inocencia. Tu mirada no tiene maldad, pero sí deseo. Y yo siento como me clavas la vista e intentas averiguar que hay debajo de mi ropa, si me está gustando, lo que pienso, lo que siento por ti.
La despedida de la tinta de tu piel, de tus piercings, tus joyas, tu plata y tu oro. Lo que te define y tras lo que te escondes.
Despedirse de tu desnudez. Del vello de tu pecho. De tu piel morena. De los lunares de tu espalda y las cicatrices de tus hombros. De cuando desnudas tu alma y cantas tus secretos al viento.
La despedida de momentos que se quedan para mi. Todas las noches y todos los días que te vi, que te sentí y que te despedí. Todas las noches que recé porque no fuera la última, todas las lágrimas que te oculté y las veces que fingí que no te quería. Pero chico, eres lo único que quiero. Y pasan los días, los meses y la vida y sigo estando convencida que eres pa’ mi. Porque te escribo aunque tú no lo sepas y nunca lo leas. Pero te quiero, y te quiero a ti por lo que eres, por lo que traes contigo, por ser libre. Porque me pone que seas libre conmigo.
La despedida de ti. De saber que quizás esto nunca fue, aunque para mi lo fuera. De perder el universo que eres. Volver a la incertidumbre de no saber si algún día volverás… volver a agarrarme a ese pensamiento en las mañanas en las que me despierto y no estás.
La despedida de los dos. De lo nuestro. Si algún día vuelves, entra sin llamar. La puerta está abierta, hay zumo en la cocina y humo de cachimba en el salón. Yo estaré en la ventana. Esperando. Por ti.