La calle está oscura. Solo la ilumina la luz de una farola, que tímida ilumina a los pequeños habitantes de las cloacas que corren buscando comida. Son las dos de la mañana y no pasa nada.
Una noche más sin dormir. Hace calor, sudo. Apoyada en la ventana busco que la brisa que acaricia suave las cortinas de mi cuarto. Todos los días a esta hora pasa él. No sé quién es, ni como se llama, ni lo que hace ni por qué pasa por esta calle a la misma hora todos los días. Pero me gusta verlo. Todos los días me invento una historia, unos días se llama Jorge y trabaja en un concesionario de coches. Otros días se llama Juan y está huyendo de la justicia. A veces se llama José y roba cobre. Pero nunca sabré la verdadera historia. O eso creo.
Hace dos meses que necesito pastillas para dormir. Tengo ojeras, la cara pálida y un aburrimiento vital palpable. Todo pasa incluso la vida que se me escapa entre nubes de humo viciado y botellas prohibidas por mi médico. Se me ha apagado la capacidad de sentir. No soy capaz.
Las dos y media. Lo veo aparecer al fondo de la calle. Hoy llega un poco tarde. Fumo. Apoyada en la ventana lo miro. Trae una coleta cogida. Me gusta más cuando viene con el pelo suelto. Lo miro. Es alto, corpulento. Anda un poco destartalado. Se le intuye un tatuaje en el pecho y otro que baja del muslo a la pierna. Moreno y el pelo muy negro, la mirada oscura y profunda. Pero le veo inocencia. Todo eso lo supongo yo, mientras lo observo acercarse, mirando el móvil.
Así paso las noches. Hoy hace más calor de la cuenta. Luego dirán que el cambio climático es mentira. El ambiente es húmedo y pesado. Dos y cuarto de la madrugada. Aparece. Puntual a nuestra cita ficticia. Hoy no va mirando al móvil. Ni despistado como de costumbre. Anda decidido. Con prisa. Viene hacia mi. O eso parece. Lo más normal es que viniera a cualquier otro sitio. Se para bajo mi ventana. Me mira. La arrogancia es mi más fiel amiga y no paro de mirarlo. Noto algo que se me activa. Calor. Levanta una mano y me saluda. Se va.
Mi corazón late tan fuerte que mi pecho vibra. El calor es insoportable. Las gotas de sudor recorren mi frente y caen juguetonas por todo mi cuerpo. Hacía tanto tiempo que no sentía la excitación. Ya no recordaba lo que era esto. Me voy a mi cuarto. Me tumbo en la cama y me zafo de la camiseta de pijama para acariciar la piel de mi pecho. Los pezones duros esperan mi pellizco. Esa sensación suficiente para bajar a lo más profundo de mi ser.
La piel de gallina y mis manos imaginando supuestos encuentros con el desconocido de la ventana. Una sola mirada bastó para encender lo que creía apagado. Acaricio mi sexo despacio y lo imagino. Encima mía, con su pelo tapándole la cara y su lengua recorriendo mi cuello. Toco mi clítoris. Suave. Introduzco dos dedos que meto y saco imaginando que es su polla la que me folla con fuerza en esta misma cama. El calor es insoportable y el sudor empapa cada rincón de mi cuerpo. Lo noto venir. Una oleada de placer invade mi cuerpo y me sacude como una descarga eléctrica. Mis dedos empapados salen de mi. Quedo rendida en la cama, húmeda, cansada, satisfecha. Sigo viva.
Al día siguiente la misma rutina. En la ventana abierta. Fumando. El pelo alborotado, pero mejor cara. La piel brilla más. Son las dos de la mañana y aparece. Puntual. Como ayer. Vuelve hacia mi y se para bajo mi ventana… «¿Fumas?» Me pregunta. Asiento «No quiero sonar mal pero nos vemos todos los días aquí.. ¿Bajas a fumarte uno conmigo?» Sonrío. Hoy la noche promete ser larga. Y hace calor.