Las horas pasan y en mi puesto de trabajo solo se escuchan las barredoras y las mangueras de los que trabajan desinfectando las calles. El café que vendemos ya no es igual que el de antes, ahora debemos rociar los vasos de plástico con algo parecido al gel anti bacteriano de las manos, solo que este es apto para el consumo humano. Ahora todo sabe a insecticida.
El uso de los baños está totalmente prohibido para gente externa al negocio. Solo podemos entrar los trabajadores. Y los baños… todo lleno de plástico. Todo de usar y tirar.
Aprovecho que no hay nadie en la cafetería (nunca hay mucha gente, entran de dos en dos y con un metro de distancia) para escaparme al aseo. Podemos estar un máximo de diez minutos en el baño, a no ser que tengamos un justificante médico por el que podamos estar más tiempo.
Me he escondido el móvil bajo mi blusa. Intento no hacer mucho ruido al quitarme el plástico de trabajo para poder cogerlo. Está penado con multa de hasta mil euros quitarte las protecciones reglamentarias.
Voy contado los segundos mentalmente. En la pantalla, su nombre. Un minuto desde que entré. Me quedan nueve. Si nos pillan podemos ir a la cárcel… pero tengo tantas ganas… dos minutos, quedan ocho. Es coger el tren o dejarlo ir. Tres. Quedan siete ¿Lo llamo? Quedan 6. Le doy al botón verde. El móvil en el oído. Un tono. Dos tonos. Tres. Me pongo nerviosa y cuelgo ¿Qué estoy haciendo? Puedo ir la cárcel por saltarme el toque de queda. Noto la vibración del teléfono. Él. Quedan cuatro minutos. El corazón se me va a salir del pecho. Lo cojo… no lo cojo.
-¿Diga?
-Lola, me has llamado.
-Ah sí, debe haber sido una equivocación.
-Ah, vale- La decepción en su voz.
-Me refiero a que esto es una equivocación. Es peligroso.
-¿Y no te pone?
-Sí.
-Pues… cuando salgas de trabajar camina recto. Nos encontraremos en la esquina, yo iré caminando a tu lado pero en la acera de enfrente. Cuando lleguemos a tu portal, entra y deja la puerta encajada. Espérame en el ascensor, entraré cuando pasen diez minutos.
Cuelga. Oigo golpes en la puerta. Quedan treinta segundos. Salgo corriendo. Mi jefa, a cierta distancia me pregunta si estoy bien, si tengo algún síntoma. Le digo que no, que solo estoy cansada y me he quedado dormida sentada en el váter. Me deja en ridículo pero el cerebro ahora no me da para pensar.
Llega la hora. Me despido de mi jefa. Mascarilla, guantes. Capucha. Gafas. La calle. Todo huele como si le hubieran echado lejía y a plástico. Del portal número 4 de la calle sale una comitiva portando un cadáver. Otro menos y van… ni se sabe ya. Somos la gran reserva de Europa, solo les interesamos para exportar alimentos y recursos. Mientras tanto, los trabajadores mueren. Supongo que es cuestión de economía. Solo somos un precio. Una línea al alza en la bolsa mundial.
Llego a la esquina. Allí está. Puntual. Camina junto a mi, aunque nos separa una carretera. La situación acelera mi ritmo cardíaco. El hecho de saber lo que va a pasar.
Mi portal. Entro. Dejo la puerta encajada. Me meto en el ascensor. Las puertas se cierran. Espero. Se oye ruido como de pasos en el rellano. Se abre el ascensor. José entra y se quita la mascarilla. Me quita la mía y me besa. Me pone contra la pared y me pasa la lengua por toda la boca, fuerte apasionado. El plástico de nuestros guantes suenan al frotarse con la piel. Me coge la mandíbula, me pide que abra la boca. Me escupe. Noto como me voy mojando. Como la temperatura sube y el calor se hace insoportable. Mi mano baja poco a poco pero él me la quita y me susurra al oído «en casa».
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