Miro a un lado, miro al otro. Trago saliva. Miro al reloj. «Vamos, vamos», musito. Enésimo vistazo a los retrovisores. Nadie. Todo según lo previsto pero mis nervios no parecen haberse dado cuenta. Mi espalda está empapada. Me aferro al volante del coche apagado con una fuerza que pone blancas las palmas de mi mano. La primera parte de la fuga ha funcionado. Ahora solo falta ella.
Nos hemos conocido en una aplicación de contactos y la conexión ha sido inmediata. El confinamiento obligado ha llevado a lo virtual los instintos que queremos vaciar aunque aún no nos hayamos visto en persona. Las ganas nos han vencido y hemos trazado un minucioso plan para quedar pese a tanto obstáculo impuesto. Y aquí estoy, con los salvoconductos preparados, buenos argumentos y mi mejor peinado de niño bueno y responsable por si alguien me pregunta.
¿Cómo será? Las fotos me han agradado, su tono de voz me gusta y las conversaciones me han distraído un poco -bastante- del tedio de estos días. Yo, que me guío por los olores, tengo una insana curiosidad por degustar su aroma. Ella ha sabido jugar estos días y me ha invitado a probar cómo cambia nuestro olor tras sudar juntos. Imposible resistirme. Nadie puede ver mi ácida sonrisa al pensar que con lo empapado que estoy ahora de sudor nervioso más vale encontrar unas buenas sábanas.
Cada día que me he duchado desde que la conozco me la he imaginado acompañándome bajo el agua. Ella me ha prometido que estará de rodillas cuando corresponda, que me besará mientras mi brazo alza su pierna para follarla frenéticamente. También me ha prometido secarme a lametones y volver a empezar en la cama. Mi sangre volaba a mi entrepierna cuando leía sus mensajes ofreciéndose, a cuatro patas, para que encaje mi polla hasta el último milímetro. Que solo nos comuniquemos mediante jadeos, mordiscos y azotes. Comunicación es poder.
Yo tampoco he sido un santo. Manejo la lengua como quiero. Por WhatsApp y por debajo del ombligo. Para hablar de literatura y para degustar su cuello. Para debatir sobre filosofía y para hacer movimientos circulares en torno a su clítoris. Ya le he advertido de que sin lo primero no hay lo segundo. Lo más importante del sexo está entre las orejas. Por eso hemos conseguido estimularnos, excitarnos y acordar una fuga para saciar, cuanto menos, la intriga intelectual.
Me ha dicho que le gusta la ropa interior negra. Y yo le he correspondido con que me gustaría escuchar el roce de la tela mientras desciende hasta sus tobillos. Le he dicho que siempre estoy despeinado; me ha confesado que me revolverá la melena cuando sea ella quien lleve las riendas. Le pedí que me dejara ver algo de su cuerpo para saber exactamente en qué pensar esas noches eternas en las que nos calentamos hasta que llegamos al orgasmo unidos pero separados.
Me mandó una foto de sus piernas cruzadas, algo pálidas, con la cinta de sus bragas encajada en su cadera y con el vértice de su pubis tapado por su libro favorito. Le he pedido que me lo preste, no sé si por inquietud literaria o por evocar la imagen de esa entrepierna descubierta. Más le vale que no se le olvide.
Todos estos pensamientos apenas le han robado un minuto a mi reloj. Parecen horas en este parque a 20 minutos en coche de la ciudad. He seguido sus recomendaciones y cierto es que parece apacible la zona. No suenan sirenas ni hay agentes. Pero sigo inquieto.
Me inquieta la seguridad que aparenta, aunque en ocasiones se le notan grietas en ese discurso tan sólido. Yo le insisto en que confíe en mí. Que confíe en mí para esta fuga y para vendarle los ojos en mi cama. Que deje su cuello en mis manos para que lo apriete mientras deslizo mi pene por fuera de su humedad y que sienta mi respiración agitada cuando, sin avisarla, note cada milímetro en su interior. Que solo pueda mirarme a los ojos cuando yo vaya a correrme. Le he pedido disculpas por anticipado por si, tras lamer cada punto de su vulva, la miro fíjamente a los ojos cuando la note temblar, elevar su pelvis y acercarse al éxtasis. Soy un capullo.
Le gusta la guerra. Dice que si esto sigue así me invitará a su casa, a escondidas, y me llevará a su trastero. Asegura que me atará a una cañería y será ella quien me folle a mí, quien administre el sexo animal que me ha jurado. Uf, solo de pensar en esa imagen y en la descripción de la mamada que me ha planteado noto una nueva erección. Qué zorra es.
¿Y si ha jugado conmigo y me ha engañado? ¿Y si vale más asumir e irme? Mi instinto se enfrenta con mi razón y el combate está equilibrado. Soy tan curioso por naturaleza que aquí sigo, esperando. Siempre puedo excusarme ante mi prudencia por el afán de conseguir ese libro.
Por fin. Ahí viene. Es ella. Han sido dos minutos y una eternidad de espera. Me pongo mi mejor sonrisa de buen chico a la par de capullo y bajo del coche. Dos besos y una reveladora mirada a los ojos. Parece que ha valido la pena la fuga.