Conocí a Óscar y a Mabel hará ya dos años, más o menos por estas fechas, en uno de los varios clubes swingers que Asturias alberga. Y, antes de que el lector se cree falsas expectativas, diré que no hubo nada de especial en ese primer encuentro. Aquella noche, el local en cuestión no ofrecía ninguna fiesta temática, ni el alcohol anegaba nuestros cuerpos, ni nos descubrimos durante la práctica de algún juego sexual tan sofisticado como transgresor. Del mismo modo, ellos no formaban un matrimonio que destacase a primera vista ni por su apariencia, ni por sus rutinas.

Próximos a cumplir los cuarenta, con trece años de relación y diez de matrimonio a sus espaldas, él trabajaba como repartidor para una gran empresa de mensajería, y ella, tras haber dado por perdida la causa de desempeñarse como psicóloga, luchaba por ocupar una plaza en la bolsa de empleo de celadores del SESPA. No tenían hijos ni mascotas, y desconozco si, en algún momento, se habían planteado sumarlos a sus vidas. Tampoco sé si se sentían realizados profesionalmente, ni si vivían de alquiler o en un hogar de su propiedad, ni tan siquiera si tenían dificultades para llegar a fin de mes.

De lo que sí estoy seguro es de que eran felices.

Y una parte de esa felicidad se debía, como descubrí más adelante, a su concepción de su vida sexual, quizá hoy no demasiado sorprendente, pero que me resultó chocante en aquel entonces, durante mis primeros días en el mundo liberal. Porque, en líneas generales, la sexualidad de Óscar y Mabel era lo que comúnmente se entiende por normal, incluso anodina… Excepto en tres fechas señaladas: sus respectivos cumpleaños y cada aniversario del inicio de su relación. Fue precisamente en una de estas últimas ocasiones cuando les conocí. Una presentación típica, aunque empapada en química, abrió las puertas a una grata velada de varias horas en la que, sentados alrededor de una de las mesas del club, entre copas y risas, les resumí mi vida hasta aquel momento… Y ellos me desvelaron con todo lujo de detalles la suya juntos.

Hacía ya cinco años que la pareja se había tenido que ver las caras con el que es el enemigo más peligroso, ladino y difícil de derrotar de cuantos amenazan la existencia matrimonial: la monotonía. Aún enamorados, aunque cansados de una realidad sexual archiconocida, con prácticamente todo explorado y con el temor al desgaste definitivo orbitando sobre ellos, una tarde de marzo, al regresar Óscar del trabajo, Mabel le había pedido una conversación de tú a tú, para intentar encontrar alguna fórmula que devolviese la ilusión a su sexualidad.

La charla, por lo que ambos me relataron, había resultado sorprendentemente natural y abierta, y, tras una hora de debate, alcanzaron una solución satisfactoria, sustentada, como pilar maestro, en el amor incondicional que se profesaban el uno al otro, pero también en el deseo sexual que alimentaba sus existencias. Desde ese momento, cada 23 de marzo, coincidiendo con el cumpleaños de Mabel, ésta daba pie a la que, desde adolescente, era su fantasía más recurrente: prostituir a su pareja con otros hombres.

No negaré que, en aquel momento, y pese a lo tolerante y carente de prejuicios que me consideraba, me sentí un tanto escandalizado, pero la explicación subsiguiente despejó todas mis dudas al respecto de aquel arreglo en el que, por otra parte, no había ni pizca de improvisación o de irreflexión. Una semana antes de la fecha convenida, y sin que su marido pudiese opinar al respecto, Mabel indagaba discretamente entre sus amistades y allegados, en busca de un hombre que le resultase seductor y, por encima de todo, que estuviese dispuesto a pagarle por una noche como exclusivo poseedor de la polla y del ano de Óscar, por supuesto, mientras ella observaba.

Su predilección eran los hombres más jóvenes que ellos, aunque no demasiado cercanos a la adolescencia, educados, limpios y con cierto toque femenino en sus facciones y cuerpo, pero no demasiado acentuado. Pocas veces recurría a aplicaciones o a páginas de contactos; le excitaba sobremanera que fuese alguien cercano, con quien tener que esforzarse en lo sucesivo por mantener una relación de cordialidad aparentemente inocente, luchando por desterrar incomodidades y vergüenzas. Y, pese a sus dudas iniciales, pronto descubrió que no escaseaban los candidatos en sus amplios círculos sociales.

Una noche swinger entre revelaciones.

Así, el día señalado, a partir de las siete de la tarde, que era cuando su marido volvía del reparto, Mabel y él adecentaban su casa de las afueras de Gijón, se aseaban a conciencia, reemplazaban las luces eléctricas por velas perfumadas, y disponían en la estancia elegida para el acto una base cálida, preservativos, lubricante y, en función de los deseos del «cliente», acordes con el precio convenido, esposas, cuerdas, dilatadores, vibradores y cualquier otro juguete que fuese solicitado. Una vez el invitado llegada, los tres cenaban a la luz de las velas, conversando distendidamente, a fin de romper el hielo y crear el clima de confianza necesario para que lo que se avecinaba fluyese adecuadamente. Al fin, acabados los postres, comenzaba el «negocio» propiamente dicho. Acomodada a escasos centímetros de sus acompañantes, totalmente desnuda, pero nunca sumándose activamente al juego, Mabel gozaba viendo a Óscar convertido en puto, en esclavo sexual a merced de las manos, de la lengua, de falos, incluso de los pies de sus acompañantes.

Durante horas y horas, hasta la salida del sol, ella temblaba de placer, se estremecía y gritaba, anegada de flujo y masturbándose enloquecida, mientras el cliente sodomizaba salvajamente a su marido, le obligaba a lamer cada centímetro de su cuerpo, bebía su semen, se derramaba en la ansiosa boca de Óscar… En aquel negocio, el máximo deseo de Mabel era que su hombre fuese sometido, usado para el puro gozo de su acompañante, y los elegidos pocas veces no daban la talla. La primera vez había sido la más difícil, cómo no; Óscar, aún dubitativo, había tardado en renunciar al temor y a la vergüenza, pero las caricias preliminares de Mabel en sus pezones, única intervención de ella en aquellos años, habían obrado el milagro, y su culo acogió una y otra vez el producto ardiente de los orgasmos de su amante. Con el nacer del nuevo día, y tras la siempre necesaria ducha, éste se marchaba tras pagar lo convenido, siempre cantidades elevadas de las que, por supuesto, solo Mabel se beneficiaba.

Continuará. Autor: @borja.pino.

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