No pude demorarme más; me encerré en el baño, bajé pantalón y boxer y, sin llegar siquiera a rozar mi pene con un dedo, comencé a correrme como pocas veces antes me había sucedido, en oleadas sucesivas. Un semen blancuzco, espeso y de indefinible aroma marino cubrió el agua acumulada en el fondo del retrete, y yo, derrumbándome contra la pared, me dejé caer lentamente, hasta acabar sentado en el suelo, con la polla desnuda, todavía goteante, salpicando mi ropa.
Tardé casi diez minutos en reponerme por completo. Me recompuse lo mejor que pude, me lavé la cara a conciencia, tratando de despejarme, y regresé al bar del club. Me sorprendió encontrar a Mabel de nuevo allí, sentada junto a su marido, charlando animadamente, pero más me fascinó comprobar que, a diferencia del de Óscar, su aspecto no había cambiado desde que ambos se encaminasen al tatami. Lucía perfectamente vestida y maquillada, sin marcas en su piel ni restos de humedad; quizá, haciendo un cierto ejercicio de fantasía, sus pies desnudos, anteriormente calzados con las sandalias que descansaban en su regazo, y un cierto perfume a orgasmo apenas perceptible podían servir de forzada delación.
En cualquier caso, Mabel me recibió con una sonrisa pícara, y me preguntó, con voz juguetona, si realmente me sentía preparado para conocer el último acuerdo al que ella y su marido habían llegado. Balbuceé un sí inseguro, vacié un botellín de agua de un trago, me acomodé frente a ellos y puse en guardia mis cinco sentidos, dispuesto a conocer el tercer misterio y, esperaba, la razón que los había llevado hasta aquel lugar.
Aquellos dos juegos eran, sin duda alguna, placenteros para ambos, y la respuesta consensuada a profundas fantasías nunca antes llevadas a la realidad. Pero cada uno de ellos era fruto del deseo de uno de los esposos, que lo construía desde cero, planteaba las reglas y, a menudo, pese a no participar activamente en el acto, gozaba más que su pareja. Todavía les quedaba una última carencia que satisfacer: la de llenarse con la entrega del otro a terceros, con su disfrute de otros cuerpos, de otros falos, de otros sexos…
Pero juntos, dando y siendo dados, ofreciéndose y ofreciendo, intercalando el placer de lo desconocido con el aportado por la persona amada, Desde el primer momento, los dos tuvieron claro que aquel punto, para que funcionase, no podía estar sometido a planificación, pues sería fácil que los deseos de uno de ellos acabasen pesando más, y rompiesen el exquisito equilibrio que aquello requería. En aquella conversación cara a cara que habían mantenido, de la que había nacido el nuevo ingrediente de su felicidad, aquel tercer aspecto no había sido el que más tiempo les había ocupado, pero sí el que más dudas les planteó.
Finalmente, en cuestión de pocos minutos, Mabel dio con la clave: el mundo swinger. Un espacio libre de prejuicios, frecuentado por personas de todo tipo que, sin embargo, eran afines a su nueva manera de entender el sexo. Aquella subcultura del placer, cimentada en el respeto más absoluto y en la plena tolerancia, parecía el escenario idóneo para continuar experimentando con terceras personas, sí, pero también entre sí al mismo tiempo. Y… ¿Qué mejor fecha para aquel ejercicio de altruismo para con otros, para con ellos y para consigo mismos, que el 9 de noviembre, el día de su aniversario?
Tardé una fracción de segundo en recordar que era esa la fecha en la que nos encontrábamos, y no quise privarles de una felicitación que, para mi propia diversión, parecía ridícula al lado de la celebración de tan importante momento en la que acababan de participar en el tatami. Ellos, corteses y agradecidos, acogieron mis palabras con sendas sonrisas, y, después de intercambiar entre sí una breve mirada, Mabel se inclinó hacia mí, tomó una de mis manos entre las suyas y me propuso acompañarles abajo, allá donde la bacanal proseguía con intensidad cara vez mayor, a la vista de los sonidos que ascendían desde allí.
Tragué saliva y me dejé perder un instante en aquella mirada honesta y seductora… En aquel aroma a sexo, cada vez más perceptible, que manaba de su cabello… En la erección animal que se estaba produciendo en la entrepierna de Óscar, que tampoco me quitaba ojo… En la imagen de mí mismo en el tatami, a horcajadas sobre aquel desconocido cada vez más familiar, clavado en su polla, recia y llena, y con la mía deglutida por la boca de Mabel, actores principales, aunque no únicos, de una fantasía en la que otras bocas, daba igual si de hombre o de mujer, lamían mis pezones, y mis manos buceaban dentro de una vagina hinchada y empapada, al tiempo que un grueso falo penetraba en mi boca, ahogando mis gritos en la locura animal de mi propio orgasmo entre los labios de Mabel, llenando a rebosar mi garganta de un semen cálido y viscoso…
Habría dicho que sí sin dudarlo pero, en aquel momento, la inesperada e inoportuna entrada en escena de mi acompañante quebró la magia en mil pedazos. Su pequeña experiencia iniciática en el BDSM había terminado, estaba cansada y algo dolorida, y deseaba que la llevase a casa. Tanto Mabel y Óscar como yo disimulamos lo mejor que pudimos la decepción que nos embargó; y, en consonancia con la falta de planificación que caracterizaban aquellas visitas anuales, ambos me convidaron a reencontrarnos en alguno de los locales liberales de Asturias exactamente doce meses después, el siguiente 9 de noviembre. Acepté, desde luego, y, tras recoger nuestros abrigos, mi amiga y yo abandonamos el club y regresamos a nuestras respectivas rutinas.
Lo que ocurrió al año siguiente, por aquellas mismas fechas… Es algo que bien merece otro relato.