Cuando llegué a casa, la luz estaba apagada. Viridiana no había llegado.
Me gusta ser la primera en entrar por la puerta, hay días en los que me apetece sorprender, planear algo diferente, ayudar a que termine su día de una manera inesperada. No importa si es con una sonrisa en la cara o con el carmín de sus labios cuarteado por su barbilla.
Viridiana no tardará mucho en llegar, eso ya lo sabía, así que era el mejor momento para descorchar una botella de vino e introducirla en una hielera. El sonido hueco del corcho desprendiéndose alteró el silencio del lugar. Me sacó de un espacio solitario y me hizo pensar en su sonrisa. Sus finos y oscuros labios se perfilan a la perfección mientras baja su mirada al suelo. A menudo, si es más pronunciada y sin que se dé cuenta, un fino cabello negro sobresale de su espalda y cae elegantemente sobre su hombro.
Es una sonrisa inocente, pero se clava fácilmente en mi mente. Decide deambular libremente por ella hasta llegar a la zona donde guardo mis deseos más perversos. Por eso, y sin que haya llegado todavía, me desnudo y doblo la ropa sobre el sillón que quedará libre a su llegada. Pero, no hago lo mismo con mi cinturón, sé que le gusta cuando lo llevo puesto para ceñir camisas como la que portaba hoy.
Con cuidado, casi con cariño, lo dejo en el sofá a mi lado.
Escucho cómo se abre la puerta y cómo vislumbra la escena desde la entrada de nuestra casa. Las luces iluminan a la perfección el momento, la oscuridad de la noche entra por la ventana y puede ver como todavía faltan copas en la mesa. Sonríe, como sabe hacerlo ella, pero esta vez no baja la mirada.
Me conoce. La conozco. Nos conocemos. A veces, ella parece negar que no es consciente de cómo es capaz de leer mi mente. Pero ahí estaba, con un vestido blanco de volantes, sabía que no llevaba ropa interior, se la había guardado en el bolso antes de entrar en casa. Es aguda e interpreta las señales como ninguna otra persona en el mundo. Llegó ansiosa, con ganas de mí y despreocupada porque sabía que iba a ser toda para ella desde que entrase por la puerta.
Trajo las copas y las colocó en la mesa. Se acomodó en el sofá sin decir palabra, y me arrimé levemente sobre su cuerpo para alcanzar la botella. Sus ojos divagaron un segundo hacia uno de mis pechos que, caprichoso, se dejó ver por el encaje de mi sostén. Lentamente, llené la suya primera y la acerqué a sus labios. Antes de dejar que la cogiese con su mano, le di de beber con mimo y cuidado. Cuando agarró finalmente su copa, sequé con la yema de mis dedos pequeñas gotas que se habían alojado en su boca.
Lamí mis dedos y me serví la mía.
Empezamos a conversar y conversar. Podíamos empezar contándonos qué tal el día y, sin darnos cuenta, nos habíamos perdido entre la belleza del lenguaje, la complicidad de compartir los secretos más íntimos y la envidia de un léxico trabajado, complejo… Cuando las palabras entran en juego, olvido como ser sumisa, pierdo las formas y siento como mis pezones se erizan cada vez que trato de retarla.
Ella odia eso, pero le encanta. Le fascina. Sabe cómo jugar sus cartas, por eso, después de volver a beber de su copa de vino, no tardó en colocar ese cinturón que se había quedado entre ambas en mi cuello.
Lo hizo de forma elegante, apartó mi melena y no dejó ni un solo mechón de pelo atorado entre los botones. Cuando terminó de apretarlo contra mi garganta, notando como se tensaba y como se marcaban mis clavículas, en las que clavó los ojos un instante que se hizo largo, tiró de la correa para acercarme a ella y llenó mi boca de su propio vino. No me dejó tragarlo, abrió sus piernas y bajó mi nuca hasta tener mi cara dentro de ellas.
Sus suaves muslos se llenaron del vino que salía por la comisura de mis labios y, aunque intenté tragarlo todo, al sacar de forma prudente mi lengua, se derramó una gran cantidad de líquido que se mezcló con el que ella misma producía. Mis pezones se habían erizado mientras hablábamos, su ser más interno se había expandido y esperaba la acogida de mi boca.
Lamí de Viridiana, como un pequeño animal que lleva días sin comer
Como un preso al que le dan agua en un cuenco por la rendija de la puerta. Las notas de un vino seco no fueron capaces de apagar su sabor y yo no podía agradecerlo más.
Noté sus uñas en mis nalgas, gemí sin darme cuenta y mientras me esforzaba por seguir saboreando aquello, ella tiró del cinturón para separarme bruscamente de entre sus piernas. Me acomodé, bebí vino nuevamente y lamí mis labios disfrutando una vez más de la mezcla de aromas y sabores que cubrían la parte más baja de mi rostro.
Las copas se vaciaron, mis mejillas se sonrojaron por el alcohol y la sonrisa de ella cada vez se había convertido en algo más poderoso. Ya no era inocente, ni siquiera pícara. Tramaba algo y no tardó en susurrarlo a mi oído. Mi piel se erizó, con sus palabras y su aliento en mi oreja. Me mordí el labio al oír sus deseos.
Bajé del sofá, apoyándome con las manos en el suelo, y gateé rodeando la mesa. Mis rodillas se clavaron en el suelo. Me dolían, se me enfriaban, pero todo ello hacía que el momento fuese todavía más especial, más devoto y bellamente perverso.
Utilizando las palmas de mis manos y mis rodillas, llegué a la hielera. Alcé la vista hacia arriba porque vi que se había levantado del sofá y estaba de pie. Elevé mi barbilla e intenté buscar sus ojos con los míos, recorriendo previamente sus perfectas piernas, su delicioso busto. Miraba como un reo que pide clemencia, como quien reza a un santo. Como quien reza a Viridiana.
Poseída por la divinidad del momento, su cuerpo y su presencia, lamí sus piernas e intenté alcanzar nuevamente su clítoris torpemente, como pude. No tenía su permiso y ella lo sabía. Bajo una especie de risa apagada, posó su tacón encima de mi pecho y me impulsó al suelo. Frené mi caída con las manos, pero mis rodillas seguían dobladas.
Viridiana cogió la botella de vino con una mano y, mientras se inclinaba, agarró mi mentón con la otra. No me permitió dejar de mirarla ni un segundo, mientras derramaba el frío líquido sobre mí. Empezó en el lugar donde había posado su tacón, empapó mi ropa interior, gotas se desbordaron mis costados hasta ensuciar la alfombra.
Y ahora llegaba lo mejor, la forma tan desesperada que tenía para intentar lamerlo todo y volver a escupirlo en mi boca. Entre gemidos, entre costosos deseos por tragarlo todo, me sentía la persona más deseada del mundo. Todo por el hecho de poder tener a alguien como ella.
Precioso y excitante artículo.
Me encantó.
Una buena lectura para hacer volar la imaginación más sensual y erótica.
Saludos y gracias por compartir.
Carla Mila