1606, en lo profundo del Bosque de los gritos, Nueva Inglaterra
Olía a musgo y a barro con tal intensidad que producía un fuerte picor en las fosas nasales. Entre crujidos y quejidos de ramas cuyas hojas se agitaban mortecinas a causa del influjo otoñal, el muchacho avanzaba sin rumbo aparente.
La humedad que imperaba en el ambiente mordisqueaba músculos y reblandecía huesos; la luz, la escasa luz crepuscular, tras el velo grisáceo que todo lo invadía, desazonaba a cualquiera que poseyese un buen corazón. Semejante paraje fantasmal no podía estar menos que maldito. El nombre con el que había sido bautizado, El bosque de los gritos, renegaba de sí mismo, mudo ahora de alaridos, chillidos y sollozos. Numerosas habladurías preñaban tales tierras y relataban auténticas fechorías llevadas a cabo por los indios, que habían embebido de sangre hasta las raíces de los árboles más antiguos. Pero un día, a botepronto, todo cambió. Los nativos lo abandonaron. ¿Por qué?
— Por la bruja de Berwick [1] —respondió Nathaniel (así se llamaba el mencionado jovenzuelo) en un murmullo, lamentando no haberse traído consigo el necesario mosquete.
La horda india, del todo detestable (a ojos de los puritanos [2], claro), huyó atemorizada a causa de aquella mujer llegada del otro lado del mar.
—Señor, ten piedad —imploró temeroso el rapaz.
La razón que lo había conducido hasta el odioso lugar no era otra que la desesperación. Necesitaba a una herborista, a una mujer sabía que atendiera a su madre, que curase lo que ningún galeno había logrado sanar. Nathaniel, consciente de que iba en contra de su comunidad y, por supuesto, del mismísimo Dios, tragó saliva, controlando apenas el temblequeo que lo sacudía de pies a cabeza.
¡Alto! Un momento. El olor cambió al mezclarse con el aroma de leña crepitando en el hogar y, también, con el de hierbas dulces.
Nathaniel se retiró el capotain [3] de la cabeza y la alzó para mirar más allá. No obstante, no vio nada salvo árboles y más árboles, algunos de ellos raquíticos, otros retorcidos, maltrechos y… Humo, humo negro, denso, que pululaba en torno a un gran y antiquísimo castaño. En apenas dos parpadeos avanzó hacia él, ajeno a las silenciosas liebres y hasta a los adormecidos pájaros carpinteros. Conforme se aproximaba al castaño, el olor se intensificaba y el calor emanaba de lo que parecía una chimenea entreverada en las gruesas ramas. A tocar el tronco, se cuidó de no tropezar con ninguna de las robustas raíces que se extendían por la superficie del suelo como poderosas garras.
Un gimoteo intermitente palpitó en el aire ya por entonces mucho menos denso, más cálido, perfumado.
«Crrrrrjjjjjj», chisporroteó el fuego que bailaba en el hogar y proyectaba su luz a través del ventanuco, desnudo de cristal y talado en el tronco.
El corazón de Nathaniel le latió en la garganta, a punto de salir disparado por su boca. Rodeó el árbol y, en ese instante, descubrió la abertura casi, casi, a la altura de su rostro. Sabedor de lo peligrosísimo que era sorprender a un animalillo en su madriguera, se asomó.
Geillis [4] yacía en el suelo alfombrado de pieles y ensortijados mechones de pelo que rivalizaban en color con los rojos, naranjas y amarillos del fuego que ardía en la chimenea, tanto o más intensamente de lo que debían hacerlo las llamas infernales. La blancura de la femenina carne solo era rota por constelaciones de lunares y lo rosáceo de areolas y pezones y unos labios que se entreabrieron para gemir.
Nathaniel parpadeó, impresionado. Dentro del árbol, en lo profundo de las vivas entrañas, existía una morada más que decente. Del techo, por encima de su propia testa, pendían ramilletes de flores y hierbas. También, móviles compuestos a base de pedazos de cristal y plumas; las paredes sostenían abarrotadas estanterías, a excepción de la que acogía la chimenea. Dentro de esta, y bailándole alrededor, un burbujeante caldero [5] . El nuevo gemido lo instó a observar el centro de la estancia, concretamente a la mujer tumbada en el piso, desnuda de cintura para arriba, exhibiendo la generosidad lechosa de unos rotundos senos. La falda arrimada a las caderas despejaba la visión del monte de Venus asperjado de vello, un vello que trazaba un sinuoso camino directo a los melosos labios del sexo abierto.
La punta de la escoba [6] , untada de una pasta verduzca y de olor dulce, tentador, giraba en torno a la estrecha raja, guiada por la mano de Geillis.
—A solis ortu usque ad occasum… [7] —jadeó poco antes de empujar la escoba y penetrar en su excitado sexo.
El pobre Nathaniel no podía creer lo que veían sus ojos, no daba crédito. La plena desnudez era algo impío, vedado en el puritanismo y, él, pobre de él, jamás había visto a una mujer en cueros. En el viejo pajar se había dado pequeños revolcones con Hester Hawthorne, mas no era comparable. El deseo lo recorrió de pies a cabeza, tornándose más que evidente en el cierre de los pantalones; la verga le daba tironcillos y los testículos se le agitaban en el delicado saco y sus ojos, oh, estos ni parpadeaban, pues no era capaz de dejar de mirarla…
(Continuará…)
Autora: Andrea Acosta. Texto corregido por Silvia Barbeito
[1] Los juicios de las brujas de North Berwick fueron unos famosos procesos judiciales sucedidos en 1590 que implicaban a varias habitantes del East Lothian, Escocia, acusadas de brujería en el St. Andrew’s Auld Kirk, en North Berwick.
[2] Facción radical del protestantismo calvinista, cuyo origen se halla en el periodo reformista inglés desarrollado durante el reinado de Isabel I.
[3] Sombrero alto y plano.
[4] La autora se ha tomado la licencia narrativa de inspirarse en la figura de Geillis Duncan. Esta fue una muchacha de Tranent (Escocia) torturada hasta que «confesó» ser una bruja. Murió en la hoguera y se añadió así a la lista de víctimas que compusieron los juicios de brujas de North Berwick (North Berwick witch trials). Ver nota 1.
[5] Info sobre el significado del caldero: https://twitter.com/Andrea_Acosta/status/1186989365794365440
[6] Info sobre el mito de que las brujas podían volar: https://twitter.com/Andrea_Acosta/status/1101511588320808960
[7] (LAT) Desde el amanecer hasta el atardecer.