La basílica de San Agustín podría parecer una iglesia cualquiera entre los más de 950 templos de Roma. Entrar en ella envuelve al visitante en un aura de oscuridad en el que no se permiten las fotos con flash. Nada nuevo, salvo por lo que hay en sus paredes. Decenas de turistas se agolpan delante de uno de sus cuadros y sus susurros vulneran aquello del silencio espiritual. No es para menos: están contemplando una obra de Caravaggio en el que la virgen María tiene el rostro de una prostituta.
La Madonna di Loreto o La virgen de los peregrinos ocupa un lateral de la nave izquierda de la basílica renacentista. Sus 260 centímetros de altura y 150 de ancho pintados en 1604 presentan a una virgen más humana, algo horripilante para la Iglesia, por la que su autor sufrió las críticas y la persecución de la época, en pleno Jubileo Contrarreformista.
El lienzo presenta a la virgen simplemente sobre una tarima y al lado de una puerta, cuando lo común entonces era que apareciera mística y venida de los cielos. Los pies de los peregrinos que la suplican, llenos de la mugre propia del caminante, tampoco gustaron a sus contemporáneos. A ello se sumó que las facciones de María eran las de una prostituta, un auténtico escándalo para la fe del siglo XVII. Casualmente, las castas, puras y modélicas autoridades religiosas la reconocieron.
La vida de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) trascurre en la Italia del barroco, un estilo de arte colorido, dramático, decorativo y realista que tiene en la luz y el contraluz sus principales baluartes. Este pintor caracterizó su obra por la gestión de la oscuridad, entre la que asoman el color y los haces luminosos. En La virgen de los peregrinos, sin embargo, no prolifera la tiniebla más presente en Judit y Holofermes, en La decapitación de San Juan Bautista o en La vocación de San Mateo. Se aleja de la muerte, tan común en su paleta, y presenta a una María mundana, menos religiosa y más viva que otras madonnas.
Esta humanidad tiene rostro de prostituta, una cortesana romana conocida como Lena y que acompañó a Caravaggio en varias etapas de la vida de este. El Jesucristo niño, desnudo, que la madre protege en sus brazos podría ser el hijo de Lena y, a juzgar por la edad de ambos, cronológicamente encaja que su padre fuese el pintor, a quien no se le conoce descendencia.
Lena, la segunda inspiración femenina de Caravaggio
La historia no aclara si el maestro del barroco, mujeriego y licencioso bajo el amparo de sus mecenas, tuvo una relación firme con Lena. Esta era amiga de una de las musas originales de Caravaggio, la noble Fillide Melandroni, que ya había aparecido en otros cuadros. Cuando Melandroni cambia de vida y se aleja del artista, Lena la remplaza como modelo femenino para Caravaggio. Este decide abandonar el palacio romano de Madama, donde lo alojaba el Cardenal del Monte, e iniciar una nueva etapa.
La vida alegre del pintor le generó varios problemas con las autoridades, además de controversias eclesiásticas por culpa de sus licencias artísticas. El nexo de unión de estas situaciones vuelve a ser Lena en una historia que podría explicar la relación entre ambos. Una noche, en 1605, el notario Pasqualone fue apuñalado después de salir de la casa del embajador español, actual sede del Instituto Cervantes, cerca de la plaza Navona de Roma y aseguró que fue Caravaggio el agresor. Ambos habían discutido por Lena unos días antes.
En el juicio, Pasqualone afirma que el conflicto era por Lenna, donna di Caravaggio, y no Lena, la donna di Caravaggio. Esto significa que Lena era «una» mujer de Caravaggio y no «su» mujer, así que siembra dudas sobre si ambos eran pareja o tan solo compañeros de diversión y caballetes. Esta vez, sus contactos en la corte para la que pintaba le permitieron salir indemne de las acusaciones.
Lena en las vírgenes de Caravaggio
La Madonna di Loreto no fue la única virgen a la que Lena puso su cara. Otros dos ejemplos de la inspiración de Caravaggio se encuentran en dos escenarios artísticos incomparables. En primer lugar, en la Galleria Borghese de Roma, un enclave desde el que se disfruta de la ciudad eterna desde lo alto. Las esculturas de Bernini acompañan un crisol de arte en el que Caravaggio ocupa un puesto especial.
La Madonna dei palafrenieri (1606) muestra en 292 centímetros de alto y 211 de ancho el semblante de Lena en el rostro de una Virgen con el niño y Santa Ana. En la imagen interactiva se pueden comparar los rostros de ambas vírgenes, muy similares entre sí. El estilo barroco es fácilmente reconocible en un cuadro que se retiró de San Pedro del Vaticano por su polémica.
El generoso y evidente busto de la virgen no convenció a los religiosos de la época y las protestas se enfocaron en este buen par de tetas. La Santa Sede, por medio del papa Pablo V, se deshizo de él ofreciéndoselo a los Borghese, habituales mecenas.
El autor presenta a un Cristo ya circuncidado, nuevamente desnudo y pisando la siempre pecaminosa figura de una serpiente. Los pechos de su madre, por su parte, eran una alegoría de la vida y la maternidad. Demasiado rompedor para la moral católica de esas fechas.
Lena también recibe eternamente a los visitantes del museo Louvre de París. En La muerte de la virgen (369 por 281 centímetros), la prostituta romana yace nuevamente como una madonna muy humana. Sus pies están hinchados; su piel, pálida. No se intuye atisbo de santidad más allá del aura de luz con el que el barroco ilumina a sus figuras destacadas.
Caravaggio, muerte acorde a la vida
La muerte de Caravaggio, que huyó de Roma y vagó por Nápoles, Malta y Sicilia, no desmerece a la categoría artística y libertina del personaje. En 1610 falleció víctima de una neurosífilis, una derivación de la sífilis, una enfermedad de transmisión sexual fatídica entonces. Asimismo, padeció saturnismo, propio de los artistas porque respiraban los pigmentos del plomo de la pintura con la que hacían su arte.
Más de 400 años después, Lena observa desde la basílica de San Agustín la estupefacción de los turistas, que no pueden creer que el mito Michelangelo Merisi da Caravaggio diera a una virgen el rostro de una prostituta. Para seguir apreciando esta obra del barroco tienen que echar otra moneda para que se ilumine el cuadro entre la oscuridad del templo. Todo muy Caravaggio: a Dios rogando y con el mazo dando.