Cada vez que desnudo una espalda busco tu constelación de lunares, tu olor a miedo y deseo, el tacto que aliviaba mis males. En cada blusa que desabrocho recuerdo el gusto de tu boca bebiendo de la mía, la mirada que derretía mis muros de hielo. No sé qué siento pero sí que lo siento.

Cada melena que alboroto se me parece a tu pelo, deseando que lo agarre y tire de él como tú hacías con mi mano yendo hacia tu cama. Cada gemido en mi oído me lleva a tus confesiones en mi oreja, escondidas entre suspiros y mordiscos de guerrera. Cada escaramuza en mis sábanas me traslada a las batallas en las que la única tregua estaba debajo de tu ombligo.

Cada arañazo es una pincelada de tus garras hincándose en mi piel, tatuajes invisibles que no podré eliminar. Cada ducha acompañado es tan solo una gota de agua al lado del oasis en el que nos refrescábamos tras sudar vergüenzas y placeres. Cada mordisco en mi clavícula es retroceder a tu hambre de mí, a tu descender mirándome a los ojos con tu sonrisa de pirómana.

Cada falda que acaba en el suelo es la misma que te retiré tantas veces mientras tú atacabas los botones de mi ropa. Cada caricia entre unas piernas es un billete de ida a tu memoria, un viaje astral a esa pelvis que subía y bajaba al son de tu orgasmo. Cada manos en mi nuca son tus dedos descendiendo por mi pecho y jugando en mi pubis, traviesos.

Cada vez que te pienso me tenso, me olvido de quien me espera y retorno a tu voz navegando por mis nervios. Cada vez que tu recuerdo entra en mi cabeza desaparecen los rostros que me acompañan y vuelves tú, la única capaz de conseguir que mi cuerpo y mi mente estuviesen juntos mientras estábamos revueltos. Cada vez que vienes a mí me voy yo.

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