Me aburro. No sé por qué siempre pasamos todo el año anhelando la llegada del verano y cuando este asoma la patita nos damos cuenta de que no es para tanto. Hace calor por las noches, no siempre hay planes decentes y lo que en mayo iba a ser el verano de nuestras vidas en el plano sexual lo único vicioso que tiene es círculo de espiar vidas felices en Instagram, descubrir infames retos virales en Twitter y cruzar los dedos para pescar algo en Tinder.

Pinta mal la cosa. Es viernes por la noche en una localidad costera y aquí estoy, viendo la vida pasar. Me aburro. El tren de mi vida pasa y yo soy la vaca que pace, lo mira, lo mira, pace y lo mira hasta que el ferrocarril es solo un punto en el horizonte. Vaya bodrio. Para colmo, me estoy asando. Llevo un pantalón corto casi por vergüenza, pero ojalá estar desnudo. Y, para qué engañaros y engañarme. Ojalá estar acompañado.

Lo más atrevido que he hecho estas semanas fue pedirle el Instagram a la camarera del restaurante donde comí un menú del día el martes pasado. Lo conseguí, atentos a la argucia del Doctor Amor, tras decirle que era cocinero y que podía pasarle unas recetas exclusivas que estoy preparando. Sospecho que me regaló su cuenta por pena, pero la tengo. Como me aburro y a veces se me va la pinza, le escribo algo currado: “Hola! :)”. Infalible.

La he pillado en línea. Me ha leído. Yuju. “Hola, cocinero!”, responde. Maldita sea, a ver cómo escapo de esta mentira. Al menos me ha contestado. ¡Piensa, tío, piensa! “Q tal jajaja?”. Toma esa, Julieta. Ojalá hubiera una Teletienda o algo similar con consejos para ligar. “Acabo de salir del curro. Pffff. Te tomas una cerveza y me cuentas tus recetas, Chicote?”. No sé si lo dice porque estoy objetivamente rollizo, por mi amor por las camisas estampadas o porque piensa que soy un as de los fogones.

Una gota de sudor frío recorre mi espalda, hasta hace unos segundos calenturienta. Otra gota, de otra sustancia, empapa mis pantalones cortos andrajosos. Me aburro, y aunque se me acaba de caer el mundo encima, decido ser valiente: “Oki! En 5 estoy allí”. Siempre he creído que a una mujer se la seduce con el idioma.

Me aburro
«Me aburro», dije. Y acabamos en la playa.

Cumplo con mi palabra tras peinarme para atrás, rociarme con desodorante y engalanarme con colonia. Con camisa rosa con palmeras estampadas y un chicle de menta en la boca, me la encuentro con su atuendo habitual: melena rubia recogida en una bonita coleta; figura estilizada todo de negro con zapatillas cómodas y graciosos calcetines fucsia; gafas grandes que combinan con sus pecas; y, lo más importante, esa sonrisa de niña buena que me pone tanto cachondo como nervioso.

Ella lleva la iniciativa y me pide dar un paseo hasta la playa, pues afirma necesitar aire fresco para combatir las rachas de fritanga con las que trabaja. A mí como si me lleva al infierno. O al IKEA. O al Primark de la Gran Vía. Yo iré detrás. Entre unas dunas y bajo la luna de una noche apacible, sugiere sentarnos. “Sí”, le susurro al cuello de mi camiseta. De su bolso saca unas birras que ha robado del curro. “Algo bueno tiene este trabajo”, se justifica. Mi única contribución es abrir las chapas con el llavero.

Vaciamos las botellas entre el silencio, algún comentario absurdo por mi parte y la sensación de que ella se arrepiente de haberme citado. Necesito romper el hielo para que no confirme que soy un pringado. “Bueno, pues mi plato estrella son los tacos de rabo de toro con guacamole y cebolla morada con jugo de lima”. Me tapa la boca con su dedo índice y me agarra del cuello mientras me lleva a sus labios.

“Me aburro, chaval. Me aburro mucho. Y tú no lo mejoras. Sé que no sabes hacerte un huevo frito, pero seguro que de comer entiendes mucho más. Y por eso quiero que me comas el coño. Aquí y ahora”. Mi palidez rivaliza con el brillo de la luna. Titubeo mientras veo que se baja los leggings, toma mis dedos y se los pasa por la humedad de su entrepierna. “¿Te atreves?”, susurra mientras muerde mi oreja.

Me atrevo y encajo mi cabeza entre sus piernas. Con tanta delicadeza como hambre utilizo el índice y el anular de la mano derecha para separar sus empapados labios mayores y que mi lengua se abra paso hacia su hinchada perla. Ella gime y guía mis lametones arriba y abajo, abajo y arriba. No deja que intercale el proceso con algún beso o mordisco en el cuello. Ojalá descubrir sus tetas, que se asoman traviesas sobre ese top oscuro. Pero no hay manera.

“Haz que me corra. Lo necesito”. Sus órdenes son mis deseos. Navego por su mar interior hasta que llego al puerto de su orgasmo en un maremoto en el que ella eleva su pelvis, gime bajo la protección del arenal y grita. “Joder”, suspira, mientras se retuerce. Yo la tengo dura, muy dura, y me aproximo a ella con sigilo para intentar ser correspondido. Reina el silencio, pero espero que me entienda.

De pronto, abre los ojos por primera vez después de su orgasmo. Me escudriña. Me psicoanaliza con su mirada verde. Abre la boca: “Me aburro. Vete”.

Y aquí estoy yo, volviendo a casa. Con mil dudas en la cabeza, una fantasía cumplida y un regusto a sal y sexo en la lengua. Me aburro.

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